El día señalado para la noche de los hechizos no tenía siempre la misma fecha, porque era indispensable que el tiempo acompañara para que las velas mantuvieran la llama viva, pero la fiesta coincidía con los últimos días del mes de octubre. Los niños y las niñas de San Salvador en esta noche fantasmagórica distribuíamos las calabazas preparadas con las velas por todo el maizal y equidistantes de las tucas. A continuación sorteábamos las parejas que debían permanecer dentro de las tucas haciendo el cuco, que consistía en cantar esta palabra –cucú…cucú- para que tuviera respuesta de los otros niños. Teníamos dos bolsas con tantos números como participantes, de una de las sacas tomaban los números las niñas, de la otra los niños, luego la niña y el niño más veteranos iniciaban el sorteo, las parejas de igual número marchaban cogidos de la mano y se metían en el habitáculo de las tucas. La última pareja en suerte eran los encargados de encender todas las velas de las calabazas, de iniciar el canto del cuco al que daría respuesta el número anterior y así sucesivamente a intervalos de cinco segundos.
Con esta ceremonia se creaba un secreto de luz y sonido que transformaba el maizal en un hermoso jardín mágico de color en la noche de las brujas buenas, nuestro halloween particular. El ambiente que disfrutábamos en aquel castillo vegetal encantado nos transfiguraba el mundo real en la tierra de la fantasía, los sentidos convertían las sensaciones que recibían en emociones, y el pueblo se escondía para nosotros en las sombras del misterio del universo.
Yo tenía clavados los ojos en el grupo de niñas, que también esperaban la suerte milagrosa, cuando los niños cantaron el número tres, salió una niña rubia con vestido rosa, con una trenza larga recogida por el lazo del mismo color, tenía la frente blanca y ancha, las cejas separadas, pintadas de oro, los ojos brillantes de color castaño, la nariz perfecta, la boca más grande que pequeña con los labios grosezuelos, no abultados, carnosos y rosáceos. El lazo que sujetaba el vestido insinuaba el talle femenino y atractivo de aquella niña ninfa de este paraíso infantil. Era un vestido camisero por debajo de la rodilla que desabrochaba los dos primeros botones luciendo diminutas lentejas de oro por debajo del cuello. Me puse tan nervioso al verla acercarse hacia mí con la mano extendida que aún siento el cosquilleo de la emoción de aquel momento, cuando la mano de aquel ángel embrujado se encontró con la mía. Corrimos hasta la tuca, aquel castillo encantado, cogidos de la mano, entré delante para preparar y ensanchar el habitáculo vegetal que nos serviría de nido hechizado. Dentro sólo se oía la respiración agitada de la niña, que teniéndola tan cerca se confundía con la mía. Instintivamente nos abrazamos, mas por la fuerza del nerviosismo miedoso que nos contagiaba la noche de brujas, que por cualquiera otra intención planificada. Aquel ángel rubio me besó la mejilla, sus labios carnosos se fueron desplazando con lentitud y sin rubor hasta que se humedecieron con los míos. En este momento desperté al amor que hasta entonces dormía plácidamente en los brazos de la niñez. Aquel perfume amoroso, natural, mezcla de divino y humano permaneció dentro de mí vivo, claro, intacto e imperecedero. Cuando oímos el primer cu-cú dejamos libres los labios para cantar el cu-cú del encantamiento de la noche de las brujas buenas. Fue una noche llena de misterio, de color, de música esotérica con sensaciones táctiles nuevas, celestiales, cargadas de felicidad eterna, sensaciones con la mezcla de espiritual y corporal que produce el amor.
Hoy es la primera vez que comparto aquella encantada experiencia de la noche bella de las brujas buenas, yo creo que fueron las Xanas de Asturias, las Adas misteriosas que aparecen en la mitología asturiana, las que provocaron este ambiente en el jardín del edén de nuestro pueblo.