PUBLICADO EN EL DIARIO MONTAÑES, 8 diciembre 2014
¿A que se dedicaba ese hombre de 46 años, con dos hijos y antecedentes de múltiples detenciones por asalto, robo y tráfico de drogas?. ¿Que hacia ese hombre maduro a las ocho y media de la mañana de un domingo, en los alrededores de un estadio, varias horas antes de que el partido comenzase?: prepararse para el habitual enfrentamiento con los componentes de otras tribus del mismo perfil. Y ese tuvo lugar, a primera hora de un desolado y frío domingo, armados de barras metálicas, bates de béisbol y navajas. Desayunados con vino y ansiosos de descargar sus odios, convirtieron la adormilada mañana dominguera en una batalla campal, durante la cual acabó apaleado y arrojado al gélido Manzanares de diciembre, de donde fue sacado cuando la hipotermia y las heridas acababan con su desgraciada vida.
La víctima, por su edad y antecedentes era algo más. Como muchos, estaba “los lunes, al sol”, pero no le impedía formar parte de una Peña deportiva, desplazándose a diferentes ciudades a lo ancho de la geografía española, con dinero suficiente para pagar los viajes o comprar entradas. Se dirá que es una muestra de la crisis económica actual, pero su marginación es muy anterior, y forma parte del lumpen urbano, vinculado a grupos que hacen del odio y la confrontación la razón de sus vidas, disfrazando su actitud bajo la parafernalia de la barroca simbología que les identifica como parte de la tribu. Basta escuchar sus gritos para reconocer la costra ideológica con la que pretenden disfrazarse. No les interesa la política, ni siquiera en sus formas más deleznables. Ni les mueve la excelencia de una raza, ni la de una clase social. Solo pertenecen a su tribu, único lugar donde encuentran cohesión. Su meta es la provocación y el enfrentamiento. Convierten en insignias políticas, en patológica violencia, entrenados en frecuentes luchas callejeras, destructores del mobiliario urbano, profesionales de la algarada, el scrath y la pintada, forman parte de los grupos anti sistema que encontraron sus primeros ejemplos en la kale barroka del radicalismo vasco. Luego llenaron los graderíos con el apoyo de muchos dirigentes del futbol que confundieron sus gritos con el entusiasmo deportivo. Y al final, tomaron las calles. Nunca consiguieron nada en sus vidas, buscaron que la sociedad les diese lo que ellos consideraban un derecho y ni asumieron obligaciones ni esfuerzo personal. Al final, idolatran la protesta como su horizonte, el derrumbe de una estructura social de la que se sienten marginados y ahogan su odio en el alcohol, la droga y la violencia. Las leyes para ellos, hay que modificarlas en su provecho. Y mientras tanto exhiben su protesta, con el reconocimiento de algunos que les utilizan como ejemplo de una sociedad injusta.
Frente a ello, en vez de aislarlos y perseguir sus comportamientos, les consideramos abanderados de una revolución necesaria, y víctimas de una sociedad, de la que hace tiempo renegaron, esperando los beneficios de su propia actitud. Se buscarán responsabilidades en los cuerpos policiales y se olvida que son grupos de delincuentes, profesionales de la violencia, que no buscan el triunfo de sus colores, sino la forma de satisfacer sus instintos de odio hacia una cualquiera que no pertenezca a su tribu. Su lugar no son las gradas de nuestros estadios, ni los paseos de nuestras calles. En los años 70, la famosa “Naranja mecánica” mostraba el comportamiento de un pequeño grupo, que encontraba en la ultraviolencia la razón de su existencia. Ahora, ya no son cuatro o cinco, sino centenares y el enfrentamiento deportivo es la excusa esgrimida. Mañana actuarán en cualquier lugar, y serán necesarios despliegues militares para contenerlos. Pero entretanto, bueno será que, tras inútiles detenciones, la Justicia aplique medidas drásticas de condena, lo suficientemente disuasorias como para que la “naranja mecánica” no vuelva a actuar. O volveremos a lamentarnos. Los jueces tienen la última palabra