Colasa es una mujer que le resulta más difícil fingir sus emociones que exponerse al genio de su marido. Este rasgo de su carácter la llevó más de una vez a sufrir algún percance de convivencia con otras vecinas menos expresivas que ella. Me refiero a los muchos apoyos lingüísticos que utilizaba en su lenguaje coloquial con las vecinas que no respetaba y que ella denominaba fulixa [1].
A propósito de la expresividad emotiva de Colasa, os quiero mencionar el incidente que le ocurrió en una ocasión con una vecina del pueblo que apodaban “La Campanona”. Su nombre era Rosita, el mote de “La Campanona” le venía por su fama como juglar indiscreto de las noticias del pueblo.
Normalmente las vecinas del pueblo sacaban la basura por la noche, la depositaban delante de su casa, solían ser las cenizas de la cocina de carbón y los pocos desperdicios de la comida. Jaime, el barrendero las recogía de madrugada en su recorrido diario.
Colasa observó que algunos días aparecían esparcidas las cenizas y los desperdicios delante de la puerta de su casa con el caldero boca abajo, a modo de sombrero. Colasa madrugó para hacérselo saber a Jaime el barrendero, de esta manera indagaba lo ocurrido. Jaime, el barrendero le aseveró que cuando él llegaba ya estaba desparramado el recipiente, a la vez que le hacía saber que él sólo tenía obligación de desocupar los calderos no de llenarlos. Colasa volvió a casa muy pensativa y urdió espiar por la noche para averiguar la razón de su desgracia. Así lo hizo y dio con la causante de la fechoría. No era otra que Rositona, la campanona, vecina con la que no se hablaba desde una discusión que habían tenido en el lavadero del Boleru. Colasa, al ver a su vecina, salió de casa como toro de toriles y encarándose con Rositona le pidió las explicaciones de aquella afrenta.
Los gritos de la discusión fueron tales que el sereno del pueblo apareció para poner calma y silencio a las dos vecinas. El municipal llegó al lugar, justo en el capítulo de insultos en los que el Colasa era especialista por excelencia, sin enterarse de la causa de la disputa. Quiso cortar por lo sano y lo saldó con una multa de cien pesetas a Colasa, que era la que más alborotaba, por alteración del orden público con blasfemias.
No quedó aquí la cosa. Al día siguiente, Colasa apareció en el Ayuntamiento a presentar su protesta oral ante el alcalde. Don Ángel, el alcalde, que ya sabía del altercado por el agente municipal, la interpeló sin más, como primer saludo, con una buena perorata sobre su mal comportamiento y peor ejemplo ante el vecindario. Colasa intentaba meter baza, pero el alcalde se lo impedía, mientras continuaba con su reprimenda. Yo creo que el alcalde lo hacía más que por la amonestación, por provocar la incontinencia verbal y el ingenio de la vecina. Colasa ya harta de la filípica del alcalde le dijo:
- Mire, señor, dexeme hablar porque sinon crío papu. Lo único que pasó ye que la hija de puta de Rositona, la campanona, tírame les cenices, los desperdicios y la mierda delante de la puerta de casa.
- ¡ Colasa ¡. Vuelve usted a blasfemar. – Reprendió el alcalde con tono de censura-.
Colasa sacó un billete de cien pesetas del bolsillo del mandíl y lo depositó, muy ufana, sobre la mesa del despacho del señor alcalde y le contestó:
- Tenga estes cien pesetes porque voy a necesitales pa decir quién ye Rositona, la campanona, sinon quién ye el guapu que retrata a esta muyerona sin blasfemar más de una vez.
Esta expresividad natural de Colasa y la simpatía que el alcalde tenía por ella provocó la risa en el regidor del concejo.