Publicado en DIARIO MONTAÑES 8 septiembre 2015
Para la mayoría es algo olvidado, pero conviene recordarlo. Hubo una vez una civilización que formó un imperio colosal. Desde el centro de Italia, se extendió ocupando Francia, la Península Ibérica, los Balcanes, Grecia, Turquía, Oriente Próximo, todo el norte de Africa y convirtió el mar Mediterráneo en un lago dentro de sus límites. Era el viejo imperio romano. Seguro de su poder, permaneció casi seis siglos, considerando a todos los pueblos que les rodeaban como barbaros organizados en tribus sin ciudades, con costumbres, religiones y lenguas extrañas. El esfuerzo conquistador y civilizador fue diluyéndose y la presión de los que vivían fuera de sus fronteras, empujados por el hambre y la inseguridad, comenzó a infiltrar sus límites mientras los ciudadanos romanos disfrutaban de su bienestar, cargados de impuestos para sostenerse. El imperio acabó, sustituido por múltiples reinos donde los recién llegados, se mezclaron con la población, adaptando las leyes, lengua, religión y formas de gobierno a su propia identidad. De ahí, tras unos siglos de adaptación, surgiría la actual Europa.
Hoy, nuestro viejo mundo está acosado por miles de gentes que huyen de sus lugares de origen, amenazadas por persecuciones o por el hambre. Tienen diferente color, lenguas distintas, costumbres variadas y llegan a millares en minúsculas barcas, sometidos a mafias que organizan su exilio, portando solo lo que llevan encima. Los más afortunados, se amontonarán en poblados marginales de nuestras ciudades y ocuparán trabajos de ínfima calidad.
Ahora, ante las dramáticas imágenes de los muertos ahogados en camiones o en las aguas del Mediterráneo, Europa trata de regular el número de cuántos que puede absorber, olvidando que cientos de miles seguirán llegando. Se teme, no solo la carga económica que ello supondría sino, sobretodo, el impacto en nuestras costumbres. Alarmados, reforzamos las fronteras con alambre de espino, calculamos cuotas por país, gestionamos repatriaciones….pero es una tarea inútil frente a una marea que crece cada día más. Nunca en la historia de la humanidad ha ocurrido una migración masiva de tal escala en tan corto espacio de tiempo. Frente a los 800.000 desplazados tras la Segunda Guerra Mundial, hoy se calculan en varios millones los que ahora que buscan su incorporación a Europa, huyendo del terror y la miseria.
Pero no nos engañemos, Europa no podrá frenar esta llegada masiva. Nada podrá impedir que en el espacio de pocos años, unos decenios a lo sumo, nuestra población se vea poco a poco superada por los recién llegados y sus descendientes, como ocurrió con las invasiones bárbaras, que sustituyeron al viejo imperio romano, adaptándose al mismo pero cambiándolo a la vez. El continente blanco, dominador político y cultural del mundo durante siglos, no será igual en el futuro. Su potencia económica está siendo sustituida por nuevas potencias del lejano Oriente y su demografía es superada ampliamente por las tasas de crecimiento del mundo que le rodea. El desafío no consiste en buscar las formas de limitar el número de los que pretenden llegar. Tan solo una notable mejoría del nivel de bienestar y la pacificación de sus países, puede tener éxito, y eso es una quimera, porque proceden de lugares anclados en la inseguridad y la pobreza de épocas medievales. Mientras la televisión les mostraba nuestros lujos y cómo se vive en ese mundo soñado, queremos que se conformen con un pozo de agua, una mísera escuela y sufran la inseguridad de sus tierras, intentando convencerles que la solución es adaptar la democracia y que salten de golpe desde la Edad Media al siglo XXI. Pretendemos que lo que a nosotros nos llevo siglos, salpicados de guerras y revoluciones, lo asuman de inmediato.
Europa, que dentro de cinco años tendrá más del 30 % de su población jubilada, ya sólo está dispuesta a luchar por defender su bienestar y asegurarse las pensiones. La familia se ha desintegrado, la moral se diluye en el hedonismo, pensamos cómo trabajar menos y soñamos con viajar a paraísos tropicales o lugares exóticos, donde los lugareños nos sirvan un refresco. Pero cuando llegan a nuestras tierras, nos molesta su color, su aspecto, sus costumbres y nos toca repartir con ellos la riqueza ahorrada, hoy amenazada por el envejecimiento demográfico. Mientras nuestras iglesias se vacían y olvidamos nuestras raíces cristianas, nos alarma verlos en sus mezquitas. Mientras nuestros matrimonios escasamente tiene más de dos hijos, contemplamos con desprecio cómo se rodean de chiquillos. Mientras los vínculos familiares se desvanecen en nuestro entorno, nos sorprenden los fuertes lazos que les unen. Mientras nuestras reglas morales se diluyen en el relativismo, nos ofenden sus estrictos códigos de comportamiento. Dedicamos más esfuerzos a tratar de frenar el cambio climático y garantizar la supervivencia de animales exóticos que a luchar contra el hambre.
¡Pobre vieja Europa, ignorante de encontrarse ante el fin de una época!. Hace ya mucho, que prefirió vivir bajo la tutela del Estado benefactor. Ya no quiere tener niños que criar, sino una pensión segura que les asegure el invierno en tierras cálidas. Vieja y cansada, contempla con miedo el desvanecimiento de su mundo amenazado por diluirse con los recién llegados. Como los antiguos ciudadanos del imperio romano, que temían a los bárbaros y levantaban vallados de estacas para detenerles, ignorando que eran la vanguardia de una nueva civilización.