Publicado en DM 22 agosto 2016
Hace unos años, un alcalde de Madrid tuvo la ocurrencia de adornar la tradicional iluminación navideña desde una óptica vanguardista contratando a una ignorada artista quien realizó un despliegue de bandas horizontales de bombillas a lo largo de varias avenidas del centro de la capital. La singularidad radicaba en que lo iluminado no eran campañas, hojas de acebo, estrellas u otros motivos navideños, sino palabras como “resaca” ,”mierda” y “escoria”. La instalación produjo estupefacción, pero la artista justificó su léxico declarando que la luminosa creación reflejaba su idea de la Navidad. Fue un episodio más, añadido a los excesos del arte contemporáneo, tantas veces unido a la impostura.
En un reciente viaje a Florencia he sido víctima de una nueva superchería. La ciudad transporta a otra época donde, pese a las multitudes turísticas, los tenderetes sin gracia y los vendedores ambulantes, aparecen fachadas de viejos palacios renacentistas, estrechas callejuelas medievales, iglesias que guardan frescos y esculturas de serena belleza. Un maravilloso conjunto de arte conservado desde hace ocho siglos que hacen de Florencia un lugar único en el mundo. Ese era el recuerdo de la ciudad tantas veces disfrutada, hasta que llegue a la plaza della Signoria, dominada por el imponente Palazzo Vecchio y su afilada torre. Allí, en el mismo lugar donde un día fue ajusticiado el monje Savonarola, han colocado una gigantesca tortuga de reluciente bronce dorado, cabalgada por un extraño jinete, desplazando el protagonismo de la estatua ecuestre de Cosme de Medici, la fuente de Neptuno de Ammannati y la evocadora belleza del conjunto. Es imposible obtener una visión de la plaza sin que aparezca el imponente quelonio brillando al sol. La gente dirige su vista sin remedio, hacia el monstruoso adefesio elevado sobre una base de mármol de más de cuatro metros por cada lado. Para cualquiera que visite por vez primera el lugar, quedará plasmada en su recuerdo y me temo, que incluso, en sus pesadillas, la imagen de la brillante tortuga como protagonista. Por si fuera poco, sobre la fachada del Palazzo Vecchio han añadido otra creación del mismo autor: la escultura de un personaje portando una regla, como si intentase medir el cielo, bajo los escudos nobiliarios que adornan el edificio. Hacia ellos se dirige la atención de las multitudes, mientras las obras de la incomparable Loggia de los Lanzi quedan marginadas. Los responsables artísticos de la ciudad han considerado idóneo el emplazamiento para mostrar la creación de un artista desconocido. En nombre del arte actual, decidieron hacer algo para llamar la atención. Y a fe, que la han conseguido. Afortunadamente no han colgado ninguna otra de sus obras en el Puente Vecchio o a los pies del David de Miguel Ángel. De momento.
Stendhal describió la profunda impresión que le produjo la visión de la basílica de Santa Croce y su reacción ha quedado inmortalizada como un síndrome con su nombre, un conjunto de síntomas producidos ante la contemplación de la belleza artística más sublime. No se exige un sentimiento similar a cualquier viajero ni se trata de despreciar el arte contemporáneo. Durante el mimo viaje tuve ocasión de admirar en el Palazzo Strozzi una magnífica exposición con obras de Motherwell, Kandinsky , Pollock , Ernst y Kooning, entre otros muchos. Y en mi despacho cuelgan láminas de Rothko, Miro y Miralles, con cuya contemplación disfruto. Los abusos surgen cuando se pretende que la gente comulgue con ruedas de molino o, en el mejor de los casos, al confundir sin más lo bello con lo nuevo.
Mientras se desprecia a los pintores que venden amables paisajes y se ignora a muchos, que dedican años a formarse, se fomenta la creencia de que el arte contemporáneo debe ser ante todo provocador, como lo hace el búlgaro Christo, un absurdamente aclamado “creador de arte”, que envuelve con inmensos plásticos de color, islas, parques, puentes y edificios de muchas ciudades del mundo. O con tantos otros que habitualmente exponen sus extravagancias bajo el patrocinio del dinero público en grandes edificios, como el Guggenheim de Bilbao, que valen más por sí mismos como obra arquitectónica que por lo que habitualmente albergan, con la presunción de que el arte actual es la simple búsqueda deliberada de lo nuevo.
Hoy en Florencia, ha sido más importante mostrar los excesos del arte contemporáneo, en una decidida destrucción de toda estética anterior y una alocada búsqueda de provocación, que mantener intacta la imagen de la belleza de otra época, la que buscan quienes acuden a la ciudad. Y en la memoria del visitante y de los “selfies” de las multitudes quedará la dorada tortuga florentina dominando el recuerdo de su estancia en la ciudad que fue capital del Renacimiento.