Y al final fue. Ahí está. Ministro. Ni más ni menos. Para que luego digan que a los anhelos no se llega nunca. 9 años siendo alcalde para alcanzar la cumbre. El gobierno de España. Alfombras de pelo alto. Madrid. La capital del Reino.
De la Serna siempre picó alto, y cualquiera lo notaba. Lo llevaba escrito en el andar. Y en el hablar. Y en el mandar. En el comportarse, vamos. Con chulería, con repipismo, con sobranza. Con las habilidades sociales muy justas, escaso de empatía, nada asertivo, pero con el trabajo sacado adelante gracias al trabajo de otros. Nada que no haga quien se cree mejor que el resto. Tenía un plan, y lo ha cumplido. Desde que malvendió el agua cuando le hicieron concejal. Desde que fue ungido propietario cuando el anterior propietario lo dejó. Desde siempre.
Y la ciudad hacía tiempo que se le había hecho pequeña. Es lo que tienen los engreídos, que enseguida que ocupan un puesto creen cumplida su misión en él y quieren pasar al siguiente. Íñigo tiene mucho de soberbio. Y de inmodesto, de pretencioso y de petulante. Supongo además que el último año, gobernando a veces al dictado de otros, le habrá sido un suplicio. Por mucho que los otros sean una franquicia de los suyos. Ceder mando en el cortijo siempre frustra, y avinagra el rostro.
Pero fíjate que a pesar de todo no creo que vaya a ser mal ministro. Total, pintan poco. Dan la cara, pero no toman decisiones pequeñas, que son con las que uno se hace querer. Salen en la tele, pero de pasada. No se mezclan con el vulgo, no reparten besos, no abrazan. Y tampoco presentan infografías vendiendo humo. Ser ministro da prestancia, pero no necesariamente prestigio ni protagonismo. Al fin y al cabo, De la Serna no es Montoro ni Cospedal.
(Suerte, ministro, que teniendo tú ya lo tuyo eso es lo que necesitamos nosotros)