Publicado en DIARIO MONTAÑES; 15 junio 2014
Ya estamos con la tendencia suicida al mesianismo, con la expectativa de que algo providencial ha de venir a transformar y dirigir nuestra existencia, a esperar, como decía Madariaga, “el santo advenimiento” y los cambios radicales que solucionen los problemas que no estamos dispuestos a realizar individualmente. Un día nos uníamos o separábamos con el “Dios, Patria y Rey”, luego con “España, una grande y libre” y ahora con “España, mañana será republicana”, pero nunca enfriamos los entusiasmos con la convivencia pacífica al margen de banderas partidistas.
La coincidente desaparición de Suárez y la abdicación de rey parecen otorgar al destino la oportunidad para cambiar la Constitución, en lugar de las leyes electorales o la regulación interna de los partidos políticos. Las naciones no cambian sus leyes supremas a tenor de resultados electorales del momento. Inglaterra mantiene una Carta Magna multisecular. Estados Unidos ha introducido en su Constitución 27 enmiendas puntuales sin modificar su base fundamental en casi dos siglos y medio. Alemania, Austria, Rusia, Austria, Italia, el Imperio Otomano o el este europeo desembocaron en formas republicanas tras catástrofes bélicas de dimensiones colosales. Sin embargo, en España hemos elaborado en dos siglos, nada mas y nada menos, que nueve constituciones diferentes según el régimen político del momento con periodos de absolutismo, libertad, república, dictadura y monarquía alternadas por guerras civiles y levantamientos militares en el mismo espacio de tiempo.
Hoy, se pretende identificar república con democracia y a la monarquía como incompatible con ella. Tan democráticas son las monarquías de las naciones norteeuropeas, donde conviven socialistas y conservadores, como las repúblicas francesa, portuguesa o americana. Y repúblicas o monarquías de innumerables lugares son regímenes tiránicos. El problema de España es que la república no es sólo una simple cuestión de organización política, sino que se entiende como una etiqueta política claramente identificada con la izquierda, añorante del espejismo de 1931 y su triste final.
Como si fuesen pocos los problemas económicos que alimentan el actual descontento, se alzan banderas tricolores que llaman al pasado. Es habitual la tolerancia con que se admiten gestos de desprecio hacia los símbolos nacionales, desde la bandera a la imagen del Rey o la identificación de libertad de expresión con la agresión a los representantes democráticos del pueblo mientras se concede venerada atención a quienes esgrimen como modelo regímenes totalitarios, desde el comunismo asesino a formas de populismo sudamericano. Tan solo falta en este aquelarre iconoclasta la presencia de quienes busquen la salida de la crisis por la senda de la extrema derecha o que surjan movimientos xenófobos como en otros países europeos.
Una nación con historia de siglos a sus espaldas necesita símbolos permanentes pero aquí se cuestionan la monarquía y la bandera, se cambia el escudo, se ignora el himno y los poderes judiciales, legislativos y ejecutivos, figuran como los más despreciados. Sin embargo, se aspira a situar a uno de sus representantes al frente del Estado, rechazando la figura de un rey neutral que arbitre por encima de los partidos, que pueda dialogar con las Comunidades Autónomas y sea admitido en múltiples foros internacionales, donde una significación política concreta no sería aceptada. La ventaja de nuestra monarquía democrática es que el rey no gobierna ni condiciona las leyes, permite la estabilidad al margen de las diferencias políticas y es el símbolo unitario de un país por encima de sus continuos ensueños disgregadores. Difícilmente podría asumir ese papel un Jefe del Estado sometido a elección partidista.
La actual monarquía española ha devuelto y defendido la democracia permitiendo la etapa más larga de convivencia pacífica en nuestra historia, pero ha bastado la aparición de un grupo radical cosechando el voto de una izquierda sin ideología moderna y de los indignados antisistema, para cuestionar todo el edificio construido durante la transición, en un remedo del desgraciado Sísifo, condenado al esfuerzo de subir una pesada roca hasta la cima de un monte, para dejarla caer tras alcanzarla y volver a empezar de nuevo.
Como no tenemos otros problemas más graves a los que hacer frente, de la noche a la mañana nos hemos encontrado con que éramos pocos y parió la abuela.