En España sabemos hacer tres o cuatro cosas bien. No más, pero en esas somos los mejores. Una es cumplir con el ritual de la muerte. Convertimos velatorios y entierros en celebraciones como bodas y primeras comuniones, pero sin el convite. El muerto sólo es la excusa para el ringorrango. Las coronas de flores y los ramos dan la medida del éxito social del evento. Y el todo es la ocasión que ni pintada para el cinismo, que es otro de los deportes nacionales. Las capillas ardientes subliman la capacidad que tenemos en este país para la hipocresía, quedando bien, como haga falta, con el que se va y con los suyos ahogándolos en loas de corcho y lágrimas de cocodrilo. Ahí está la muerte de Suárez como un buen ejemplo.
En más tiempo no habrían cabido más pelotas. Desde que el histriónico de su hijo avisara de que a su padre le quedaba poco, las colas de políticos y periodistas para enjabonar al muerto han sido casi tan largas como las de los ciudadanos que han visitado su capilla ardiente. Hasta el hartazgo intelectual, sin ninguna vergüenza, en una descarada competición por hacer la lisonja más barroca, dando coba como si muchas de sus propias historias en ese pasado que el presidente Suárez vivió en los años ochenta también hubieran sido atrapadas por la desmemoria del Alzheimer. Entre sus compañeros de la Transición, en todas las orillas ideológicas, no han faltado quienes han enmascarado el menosprecio de entonces emergiendo ahora como los más leales de sus camaradas en aquel proceso para la recuperación de las libertades. Entre los profesionales de la comunicación, tampoco los que no siendo nadie en esos días, o siéndolo pero a lo único que ayudaron fue al desprecio al presidente sin límites ni siquiera en lo personal, se han presentado como cómplices partícipes de su labor. Demasiada gente lavándose la cara, superando la mala conciencia, apropiándose de méritos, los de Suárez, que no son los suyos.
La memoria histórica de muchos es selectiva, y sus chaquetas reversibles. Por cada alabanza hasta el empalago que durante estos días algunos han hecho del presidente Suárez, cabría un documental de varias horas sobre lo que decían de él en 1.980, y sobre lo que no han dicho desde que se supo que había perdido la cabeza y no se acordaba de quién era. Las hemerotecas están cargadas de testimonios que les ponen en evidencia. La justificación para tanta evolución del pensamiento ha recorrido tantos espacios comunes y tan sobados estereotipos que dejó de ser creíble después de que la usara el tercero que intervino en debates y tertulias sobre el papel de Adolfo Suárez en la restauración de la democracia. A nadie le he escuchado una disculpa por lo expresado antes y corregido ahora. Mucho taconazo y mucha corbata negra, pero poco examen de conciencia sobre el trato dispensado al muerto en el pasado. Algo que, por cierto, si ha sabido hacer la ciudadanía, ajustando su juicio histórico sobre el presidente con su homenaje popular en la calle y en las muchas horas empleadas para rendirle tributo pasando por delante de su féretro apenas unos segundos.
Somos una nación de excesos. Cuando hay que poner a alguien a caer de un burro, escogemos el burro más grande y los insultos más sonoros. Si lo que toca es la ovación y el agasajo, nos dejamos las manos aplaudiendo y adulamos como si no hubiera mañana. Así es la cosa. La emoción se nos desborda siempre por los extremos, a veces por los dos a la vez. También tenemos una enorme capacidad para el olvido, de lo propio y de lo ajeno, y para convertir lo dicho ayer en otra cosa hoy, con desparpajo y sin tensiones de conciencia. Y cuando todo se junta alrededor de un muerto, tenemos el entierro de Adolfo Suárez. Tal cual. Sin anestesia y hasta el vómito de la insolencia.
(Este artículo fue incialmente publicado en el diario digital ‘El Portaluco’ -aquí el original-)