CONFINADOS CONFITADOS

Después de tres semanas confinado en casa sin más compañía que la buena de mi gata, puedo confesar sin vergüenza alguna que estoy hasta el gorro y más arriba. Cuando nos encerraron, me hice una lista de cosas por hacer, esas que en circunstancias normales se dejan para los domingos pero que nunca se emprenden. Que si ordenar armarios, que si recolocar libros, que si reordenar estantes, que si cambiar algún armario de sitio, que si hacer una limpieza a fondo de la cocina. También incluí leer y escribir, y aplicarme a ejercicios físicos que me evitaran ponerme como un zorolo de ir de la cama al sofá, del sofá a la nevera, de la nevera al sofá, y del sofá a la cama. Las cosas de casa las acabé a los tres días, estoy leyendo una biografía de Carlos III, no he escrito más que esto, no he hecho ejercicios ni un solo día, y estoy que me subo por las paredes.

Teletrabajo de 9 a 19, comiendo de dos a tres y todas las veces que me duelen las piernas y me levanto hasta la cocina. Sobre las 12 veo la rueda de prensa diaria del equipo técnico habitual, y después de escucharles las cifras del miedo, me dedico a contarles las medallas a los militares y al policía nacional, y a vigilar si los comparecientes tosen, están roncos o parecen que sudan porque tienen fiebre. La desgracia del coronavirus vivida en tiempo real es así de absorbente, y no da tregua.

De estar enchiquerado, lo que peor llevo es todo en realidad. Gestiono bien la soledad, sin dificultades emocionales. Lo que no soporto es no poder moverme. Salir, pasear, mirar escaparates, cruzarme con la gente, respirar la ciudad. Y en los momentos dramáticos que vivimos, tampoco soporto escuchar a los políticos que nos gobiernan y a los que no con sus excusas, sus explicaciones, sus previsiones, sus amenazas, sus advertencias. Estoy del buenismo del gobierno hasta las narices, de las apelaciones al miedo hasta las tetas que no tengo, de la falta de responsabilidad de la oposición hasta las ingles. Las comparecencias del presidente me aburren, y los vídeos de móvil de Casado, Arrimadas o Abascal me sacan de quicio. El ministro de Sanidad me da mal rollo, el de Interior me pone nervioso, el de Transportes me provoca azogue, a los de Podemos no los sigo, y Revilla, como siempre, me harta hasta la arcada.

Cuando todo acabe, habrá que volver a empezar. Eso dice mucha gente, la experta en la evolución social y toda esa otra que solamente sabe de salir en tertulias televisivas hablando de todo. Seguramente sea cierto, y hayamos de aprender a ser, entendernos y relacionarnos de otra manera. Toda la solidaridad auténtica de estos días no puede perderse cuando nos abran la puerta de casa. Los sanitarios, los farmacéuticos, los empleados de limpieza, los repartidores, los trabajadores de supermercados y tiendas de alimentación, los vendedores de periódicos, los conductores de autobuses y del metro, tienen que consolidar el primer puesto de nuestro reconocimiento y respeto. Y los políticos, nuestro desprecio más absoluto. Aquellos han estado a la altura, y son unos héroes, Estos, no y no. Tienen que sacarnos de dentro los peores sentimientos, porque se los han ganado a pulso.

De la que volvamos a ser normales, me quedarán de este tiempo los aplausos de las 8, los vídeos de los curados saliendo de los hospitales de campaña, el ejército ayudando, la solidaridad vecinal. También el descontrol logístico, la falta de intendencia, la inquina indecente de los políticos, la desvergüenza ideológica de alguna prensa. Y por supuesto, que ya me salen bien los bizcochos. Espero que nada de todo se me olvide, y ojalá, salvo lo del bizcocho, tampoco se le olvide a los españoles de bien que hemos soportado enclaustrados con la responsabilidad y el decoro que los toman decisiones no han tenido.

El prior

Ni resolución del Congreso, ni decisión del Gobierno, ni Sentencia judicial. Al prior del Valle de los Caídos solo le sirve mantener a Franco donde está, por sus huevos (con perdón) y con el aplauso de la familia del dictador y de los franquistas viejos y más modernos. Es desolador que el Tribunal Supremo haya tenido que recordarle que las sentencias están para ser cumplidas, y que estemos todos pendientes de qué será capaz de hacer para evitar que se exhume al general. Los verbos sueltos en la Iglesia suelen resultar peligrosos para ella misma, pero especialmente para los demás. En este caso, a la intransigencia moral de un exaltado religioso se le une el extremismo ideológico de un fascista trasnochado que se escuda en la sotana para hacer de su capa un sayo.

La Memoria Histórica es una deuda de honor que tiene España consigo misma, y, por encima de todo, con los represaliados y muertos del franquismo y sus familias. El discurso excusatorio de las derechas exigiendo pasar página sin reparaciones es una desvergüenza y una canallada inasumibles que solamente merecen repudio. La Transición, en aras de la convivencia y la recuperación de la democracia, ya se hizo con la generosidad de los perdedores, mientras que los ganadores se fueron de rositas sin asumir responsabilidades ni pagar por ellas. 40 años después, es hora de hacer Justicia. Y sacar a Franco de donde lo enterraron para su permanente exaltación es un principio de lo más adecuado. Al fin y al cabo, los nietos del general saben dónde está su abuelo, y dónde estará, mientras muchos nietos de muchos otros muertos no saben en qué agujero de qué cuneta está el suyo.

La Iglesia fue cómplice activa de las tropelías de la dictadura, diga ahora lo que diga. Y en lo que no lo fue, guardó silencio y se puso de perfil. Una parte de ella, la que no admite que la base de la relación pacífica entre españoles es la Democracia, y las pautas del comportamiento de los ciudadanos y de sus instituciones de gobierno y de representación las marca la Constitución, mantiene la actitud soberbia de la imposición, la exclusión y la univocidad con la que justifican actitudes como la del prior de Los Caídos. Como hicieron durante el franquismo porque llevaban haciéndolo toda la vida del Señor. ¿Cuántos obispos le han plantado cara activa, rechazando su discurso de frentismo a la legalidad, y a la pura lógica?.

Aunque tal vez el problema no sea del prior. Si con la Iglesia no se llevaran templando gaitas desde el 36, y la Transición hubiera alumbrado una relación neutral con ella basada de verdad en la laicidad que propugna la Constitución, otro gallo cantaría. El entendimiento de la curia católica de que pueden seguir teniendo el mismo papel social y político que tuvieron en la España franquista nunca ha sido suficiente ni adecuadamente puesto en cuestión. Los Acuerdos con el Vaticano y la puñetera costumbre de nuestra clase dirigente de cogérsela con papel de fumar cada vez que hay que pisarles lo fregado, les retroalimenta. Hasta que no se les coloque en el lugar que les corresponde, que desde luego en la configuración jurídica y emocional de nuestra sociedad es ninguno, no dejará de haber curas como el prior de Los Caídos.

Aviejunarse, mirando al mar

He pasado 4 días en Santander por Santiago, y en dos ha estado lloviendo. Santander tiene eso, que llueve, y siempre a destiempo. Mi madre dice que parece mentira que no sepa ya que la ciudad es así. Tiene razón. La ciudad es así, con su propio ritmo hasta para el clima. Aquí en Madrid gusta mucho. Que si qué bonita, que si qué playas, que si qué bien se come. Bueno. También gusta Revilla. No siempre el criterio de los de fuera define la realidad en la que se mueven los de dentro. Ni Santander es tan todo lo que dicen, ni Revilla es tan tanto como suponen. Y al final, en julio, yo me mojé dos días seguidos.

Santander se aviejuna por momentos. Decía uno de los pasajeros que me traje a la vuelta a casa que parece un balneario. Y es cierto. Santander vive unos “baños de ola” permanentes, tan cutres como la fiesta municipal. Nada que ver con aquello de principios del siglo XX. Si acaso la mentalidad de los santanderinos, y esa resignación conservadora que se mueve en las urnas de la derecha del todo a la derecha un poco menos. Ahí está el resultado electoral de mayo. Supongo que es pronto para que se note el impulso ciudadano. O tarde, que lo mismo la coalición sólo ha servido para que se coloquen dos más. Ojalá un verano de 2020 y unas fiestas de Santiago más modernos, más imaginativos, más de vanguardias, y sin lluvia.

Hasta las casetas de la “feria de día” se han pasado de moda. Los pinchos ya no compiten más que por llevar pan tierno. Lo único que ha subido han sido los precios. No sé si sería por esto, o por la lluvia, pero las zonas de casetas tenían estas fiestas tantas calvas como falta de pasión. Falla la motivación porque el invento sigue siendo como cuando empezó, y la gente se aburre. Divertirse en la calle no tiene misterio si hay incentivo suficiente. La mala copia de las casetas no ha recibido más oxígeno que el de la subida anual de la tasa por montarlas. Y eso, en un país donde todos nos quejamos de los impuestos sin atender a lo que nos dan a cambio, es un mal asunto. Enfadados, los hosteleros no innovan ni se comprometen. Y acaban haciendo los pinchos con lomo frío y pimientos de lata.

Y como las desgracias nunca vienen solas, las ferias han perdido este año la noria. No la han montado. La noria serviría para explicar el paradigma de la propia ciudad, y su ausencia en estas fiestas es definitorio. Santander lleva décadas girando cansinamente sobre el mismo eje. La gente sube, da unas vueltas, baja, y sigue la vida. No estoy seguro de que el que la noria haya desaparecido del escenario festivo sea buena señal. En realidad, no estoy seguro de que sea señal de nada, porque en Santander lo mortecino que no tiene explicación es una norma de inveterado cumplimiento. Faltaría más. La bahía lleva ahí desde siempre, y las playas de El Sardinero, y El Sardinero, y el Paseo de Pereda. Que en realidad no, pero de tanto sobarlo con paseos arriba y abajo, los santanderinos de toda la vida le han dado categoría de eterno. Y de antiguo.

Opiniones libres