Rebrotes

Juventud, divino tesoro. O no, que también. Ser joven hoy, con la que está cayendo y a la vista de los charcos, no es sinónimo de ser responsable. Ni de tener miras en el futuro. Aunque tampoco estoy seguro de que lo haya sido nunca. Eso de la juventud preparada, la juventud solidaria, la juventud estupenda, me quiere sonar a discurso endogámico que se usa para marcar diferencias entre generaciones. Encumbrar con las tripas y el corazón en un puño nunca ha sido algo que salga bien. Los jóvenes se mueven a golpe de hormonas, ignorancia y chulería torera, mucha chulería torera. Y no le tienen miedo al futuro porque se creen a pies juntillas que saben cómo afrontarlo mejor que todos los anteriores que del mundo han sido. Por eso salen con las mascarilla en la garganta aunque sea obligatorio llevarla sobre la boca, que eso es lo de menos. Por eso se juntan en manadas sin más frontera que la madrugada. Por eso pasan de todo, y de todos, incluidos los suyos incluso cuando son vulnerables. Total, dicen que si se contagian, del coronavirus por ejemplo, ellos son jóvenes, que ese es su baldón, y arreando. Como si no tuvieran abuelas, ni padres, ni hermanos, ni vecinos con abuelas y padres y hermanos. No hay más dedos de frente, ni más inteligencia.

Por la noche, todos los gatos son pardos. Y muchos, también lo son por la mañana y por la tarde, en rejuntes de mesas de terraza para 25. Cuando abrieron toriles al acabar el estado de alarma, los bares fueron lo primero que se fue llenado al ritmo del crecimiento del aforo disponible. Y después las discotecas, con sus pistas de baile convertidas en terrazas que en muchos locales siguen siendo pistas de baile. Los rebrotes de la desgracia han llegado de la mano de las reuniones familiares, y del ocio. Del nocturno, porque todo el monte es orégano y lo de la reducir clientes y mantenerlos separados, pío pío. Y del diurno, porque mejor 30, que 20, y 20 que 10, desde luego. Los obreros de las cervezas, el vermut y las copas dicen que les dejen a ellos, que ellos saben, que ellos controlan. Y que cerrando a la 1 y media con la mitad de carteras para hacer caja, no llegan a mañana. Eso, o que les subvencionen las consecuencias de un mal de todos, que es tan español como salir de farra a darlo todo como si no hubiera un mañana. Las cabezas a remojo de alcohol dan para tanto como las de los jóvenes gastando salud a riesgo y ventura de los de alrededor.

La familia es tan extensa como uno quiera. Los americanos las estilan cortas y de verse por acción de gracias. En España la hacemos crecer a golpe de taburetes en la mesa, y de kilos de arroz, salchichas choriceras y tinto de verano en verano, y tinto a secas en invierno. Los tres meses en chiqueros han sido un tiempo muy largo para los amores fraternales, y antes de que el calor los reseque, y aunque no parece conveniente con el virus de acampada permanente, los cuñaos se han lanzado a largas sesiones de chistes, las madres a largas sesiones de arrumacos a hijos y nietos, y los nietos a largas sesiones de aburrimiento. En el salón de casa, en las mesas del jardín, o en restaurantes con aforo asimétrico, que los límites, ya si eso, mañana. Felicidad a espuertas, qué recuerdos los de los días de tablet y videollamadas, y eso de que la separación ha unido más. Hasta que se acabe el verano, claro, que las familias se llevan bien diez minutos, hasta que toca escoger quién es más listo, trabaja más, lo gana mejor o quiere más a su madre. Que a estas alturas de este año mutilado no son ninguno, porque juntarse muchos de varias casas es tan hacer el imbécil como salir al calimocho el sábado en un parque, tirarse al dancing como en enero, o ponerse la mascarilla a ratos, que menudo coñazo. La condición humana es humana pocas veces…

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