Ya no queda nada para que el show multicolor de las elecciones locales, con su carrusel de mítines multitudinarios (una cosa muy antigua que sólo se sigue usando para ver quién la tiene más grande…), visitas a los mercados (otra antigüedad que aunque se acompañe de entrega de flores o de caramelos y globos queda igual de pasada de moda) y reparto de propaganda por la calle (los que tienen posibles, además montan tenderetes para que los militantes más destacados luzcan afiliación activa) aterrice en nuestras vidas. Todos esos políticos que llevamos cuatro años sin ver el pelo, o viéndoselo pero poco y mecido por el viento en sesiones de fotos para la galería, se nos harán tan cotidianos como el café con leche de la mañana. Aburridamente cotidianos, por cierto, contando lo de siempre, metiéndose con el de enfrente como siempre, y haciéndonos pasar por tontos con sus charlatanadas inconsistentes de siempre. Diría que el rollo dura sólo los 15 días de campaña (y los tres meses de precampaña, con sus inauguraciones de cemento fresco, infografías de colores y mucha cara dura, sobre todo mucha cara dura), pero por desgracia aguantarles incluso sin verles en toda la legislatura nos ocupa cuatro largos años.
Santander ya tiene dos candidatos, que son más de lo mismo en las dos orillas del río ideológico. De la Serna, para ganar y tirarse todo el mandato viendo qué se apaña en el gobierno de España para salir por patas de una ciudad que se le ha quedado pequeña para tanta ambición que dicen amigos míos que tiene (también dicen que se le nota mucho, y que no la gestiona bien, que le puede la soberbia). Y Casares para perder, que es el sino de una izquierda que cambia más de zapatos que una estrella de cine, sin consistencia alguna y herida de muerte desde hace décadas por las luchas internas escenificadas con luz, taquígrafos y a muerte, sin vergüenza alguna porque se les vean las vergüenzas a cada candidato que seleccionan. Con todo el respeto del mundo a los que votan, que son los que eligen (y al partido que lo nomina, faltaría más), un mono que fuera en el cartel electoral de la derecha, un mono que sería investido alcalde. En Santander lo malo conocido triunfa, y lo bueno por conocer no es ni bueno, ni desconocido.
Y a esta triste partida de cinquillo, que la cosa no da para más, en la que los vecinos hacen de garganzos de las apuestas, ni el PRC repitiendo experimento de regionalismo urbanita de salón (a la sombra de Revilla, arremangado, vendiendo modelos de provincias para superar los males nacionales, para sonrojo de los que se acuerdan que fue 8 años viepresidente con el PP y otros 8 presidente con el PSOE), ni IU o UPyD jugándoselo todo a romper el bipartidismo explotando sus propias fragilidades, ni siquiera Podemos y esa fuerza arolladora que transmiten sus líderes cada vez que abren la boca (y que por ahí mismo se les va a ir yendo a medida que la jauría de los partidos de siempre aprieten el paso para echarlos sin contemplaciones de la mesa de juego) van a ponerle ni una pizca de gracia. La política de siempre, que hacen los de siempre para conseguir lo de siempre (o sea, nada) está muy sobrevalorada. Sobre todo por los que se dedican a ella, capaces de travestirse de lo que haga falta (y ahora se lleva la regeneración, la transparencia y el acabar con la corrupción) para seguir pegados a sillones, sillas y butacas.
Esto es lo que hay. Da pereza, sobre todo pereza. Y es cansino, muy cansino. La democracia tiene estas cosas, que para perfeccionarse nos obliga a pasar por escuchar promesas que quien las hace sabe que no va a cumplirlas, por soportar discursos de iluminados que por supuesto que saben lo que hay que hacer para que nos vaya mejor (y a ellos también, por descontado), por ver jetas cinceladas al sol de la desfachatez y que llevan años metiéndonosla doblada (o que quieren llevarlos). En fin, que no queda otra que tener paciencia y muchas dosis de cinismo para hacer creer a todos esos que dicen ser nuestra salvación que sí, que eso es. Y que gane el mejor en mayo, que yo creo que paso.