Una Semana en Estambul
Acabo de regresar de un viaje de una semana a Estambul, en compañía de mi esposa y de un matrimonio de buenos amigos luxemburgueses. La antigua capital del Imperio Otomano, continúa siendo la ciudad más poblada de Turquía así como el centro cultural y económico del país. No es mi intención perderme en el exotismo fascinante de esa urbe. Sobran libros en español que reflejan la óptica orientalista bajo la cual ha sido contemplada por los viajeros occidentales. Desde Charles FitzRoy a Pierre Loti. Tampoco deseo redactar la enésima lista de monumentos memorables o cafetines poco frecuentados. Tan sólo rememorar unas digresiones surgidas frente las aguas del Bósforo, el Mar de Mármara y el Cuerno de Oro, antes de que se desvanezcan en el tiempo. Son percepciones puntuales que no alteran la magia de un lugar único.
Una de las cosas que llamaron la atención de los amigos luxemburgueses al visitar el bazar de libros viejos, uno de los primeros que establecieron los colonizadores otomanos tras la conquista de Bizancio, no fueron tanto las magníficas ilustraciones o caligrafías coránicas, sino la ubicuidad de un libro recién editado, colocado discreta pero visiblemente, en casi todos los puestos, cuya portada muestra la foto de un resuelto Recep Tayyip Erdogan, Primer Ministro de la república turca y Jefe del partido AKP (“Partido de la Justicia y el Desarrollo”). Las verdaderas razones por las cuales el libro prolifera en los tenderetes del baratillo es, como declara la letra de “Istanbul (Not Contantinople)”, un éxito discográfico de 1953, “nobody’s business but the Turks”.
La población turca es, en general, hospitalaria, cordial con los visitantes extranjeros y posee un gran sentido del humor. Pero, como era de esperar, entrometerse en temas de política o religión es una falta de tacto. Criticar al gobierno de Erdogan, mencionar el genocidio de más de un millón de armenios en 1915, aludir a la persistencia de la guerrilla independentista kurda o inquirir sobre el grado de discriminación al cual se vé sometido el 25% de la población turca que profesa la Fé aleví, son “líneas rojas” que no deben ser rebasadas. Hacerlo implica encontrarse con miradas esquivas de temor o desconfianza. El orden público parece prevalecer sin gran presencia policíal en ambas riberas, europea y asiática, de la ciudad. Empero, hemos podido reconocer a agentes vestidos de paisano cuyo valor disuasorio es innegable.
En el recorrido turístico que media entre el Gran Bazar y la basílica-mezquita-museo de Ayya Sofya no vimos ni la mitad de los marginados y pordioseros que en Madrid mendigan en el emblemático trayecto que une las plazas del Callao y la Moncloa. Los que piden limosna en el casco antiguo de Estambul lo hacen vendiendo alguna minucia o dando la oportunidad de pesarse en una balanza. No faltan ciegos, ancianos o enfermos de ambos sexos. Piden sin aspavientos, con resignada mansedumbre. La limosna es uno de los pilares del Islam y aunque se aconseja a los creyentes no prejuzgar en que gastarán las caridades recibidas los indigentes, tuvimos ocasión de ver en pleno viernes, día santo para los musulmanes, a un joven bien vestido y no mal alimentado, que pedía óbolos en nombre de Alá entre los clientes de la terraza de un café, sabe Dios con qué fines. No tardó en ser recriminado por alguno de los parroquianos, alejándose rápidamente del lugar.
Por el contrario, en el populoso barrio de Eminönü, en la parte sur del Puente Gálata, entre las mezquitas Nueva y de Sulimán, pululando entre los restaurantes y el muelle de los transbordadores, correteando por el paseo Ragip Gümüspala y colgándose de los retrovisores de los automóviles para dejarse arrastrar por ellos había un buen número de asilvestrados “niños de la calle”. Sus madres o hermanas, con bebés en los brazos piden limosna en la explanada exterior de las mezquitas. Son los “rom”, no muy distintos de las tribus de gitanos balcánicos que pululan por tantas ciudades españoles. Como en España, se dedican a la mendicidad profesional y a actividades ocasionales como la venta de cartón o chatarra. La policía parece ignorarlos. Dan la sensación de estar tan poco integrados en el tejido social como los “rom” de España, recibiendo idéntico desinterés de unas autoridades locales inermes ante comunidades que se rigen por sus propias reglas y que, mientras los gobiernos no conciban otras medidas más imaginativas que expulsarlos, no desean ni asimilación ni trabajo fijo algunos.
Por sus creencias e importancia numérica los alevíes constituyen una de las garantías del futuro democrático de Turquía. Son una rama sufí del chiísmo que ha tomado de aquel los elementos esotéricos, dedicando un culto de “dulía”, a veces casi “hiperdulía”, a Alí, primo y yerno del Profeta, al cual añaden la veneración de los ángeles. Para los musulmanes sunitas, mayoritarios y “ortodoxos” –el Islam dista de ser único pese a proclamar la unicidad- el alevismo es una herejía indefendible. Los alevíes no aceptan los “cinco pilares” de la religión musulmana: no ayunan en Ramadán, no peregrinan a la Meca, no utilizan las mezquitas, no están obligados a rezar cinco veces al día ni renuncian a beber ocasionalmente alcohol. Su liturgía, como el ritual benedictino, incorpora la música y utiliza la lengua turca en vez del árabe, la lengua sacrosanta en la cual Alá reveló el Corán. El alevismo considera a la mujer igual al hombre. A diferencia de los minoritarios alauitas, que en una generalización grosera podrían considerarse un “Opus Dei” musulmán, los alevíes no aspiran al control de los centros neurálgicos del poder económico y social sino a la consecución de una sociedad plenamente democrática. Por eso apoyaron decididamente las reformas de Mustafá Kemal Atatürk pese a que su política de laicismo radical distaba de favorecerles. La orientación kemalista y la circunstancia de que alrededor del 20% de los kurdos turcos practican el alevismo ha hecho a esta religión, más afín a un movimiento social que a una secta, sospechosa de “izquierdismo revolucionario” a los ojos del gobierno conservador e islámico del AKP.
Llegamos a Estambul el domingo 25 de mayo. Nuestra llegada coincidió con una multitudinaria manifestación en el barrio de Okmeydani, predominantemente de confesión aleví, convocada en paralelo con sendas marchas en Ankara e Izmir. Las alevíes protestaban por la muerte en Estambul, la semana anterior, de dos miembros de su comunidad. El uno alcanzado por una granada de fragmentación. El otro, mientras asistía a un funeral en el interior de un “cemevi”, víctima de una bala perdida procedente de los disparos al aire con los cuales la policía intentaba dispersar a grupos de colegiales que, a su vez, protestaban por la catástrofe minera en Soma y la reciente muerte de un quinceañero aleví, fallecido tras nueve meses en coma a consecuencia del impacto de un bote de gas lacrimógeno en el rostro cuando salió a comprar pan durante el comienzo de las algaradas en la plaza y parque de Taksim-Gezi. Los alevíes de Turquía, ninguneados por el gobierno mientras la minoría kurda lograba un paquete de concesiones, se echaron a la calle para pedir el fin de la discriminación cívico-religiosa exigiendo, entre otras cosas, el reconocimiento legal de sus “cemevis” como lugares de culto, derecho que les niega la Dirección de Asuntos Religiosos de Turquía por considerarlos seguidores de una secta islámicamente “incorrecta”, ajena a la “ortodoxia” de chiítas y sunitas, cuyas mezquitas están oficializadas. El 26 de mayo los periódicos informaban sobre redadas policiales llevadas a cabo de madrugada en las barriadas de Sancaktepe, Gazi and Alibeyköy donde fueron detenidas unas 38 personas, entre las cuales figurarían “militantes de las juventudes separatistas kurdas, activistas de izquierda y menores de edad”, requisándose en varios domicilios “documentación, panfletos, pólvora, armas, cócteles Molotov y material incendiario”. Ignoro en qué medida estas afirmaciones son ciertas, pero la retórica oficialista, empeñada en igualar las protestas a “terrorismo” y “radicalismo”, me retrotrajo al discurso franquista. Las zonas batidas por la policía fueron acordonadas, negándose el paso a la prensa extranjera que sólo pudo constatar la presencia de helicópteros, vehículos blindados y policía secreta. Ninguno de los empleados del céntrico hotel donde nos alojábamos hizo nunca la menor alusión a estos hechos ni nos desaconsejó visitar lugar alguno. Sin embargo, la prensa turca en lengua inglesa y los noticieros televisivos del hotel, informaron sobre los sucesos. Pese a la voluntad negociadora de los líderes de la comunidad aleví con el gobierno, es difícil que lleguen a ver satisfechas sus reivindicaciones con el actual gobierno.
Al atardecer del viernes 30 de mayo atravesamos el Cuerno de Oro por el Puente Gálata. Bajo sus arcos se suceden concurridos restaurantes de pescados y mariscos mientras encima, desde las zonas peatonales del tablero del puente, multitud de pescadores, utilizando largas cañas con sedal de múltiples anzuelos, capturan incesamente jureles que mantienen vivos en cubetas y cuyo destino es terminar asados y envueltos entre sabrosísimas hojas de lechuga y tomate frescos en sustanciosos bocadillos que pueden adquirirse en las parrillas de la ribera de Eminönü o en barrocos restaurantes flotantes, más pequeños y económicos que los establecimientos del puente. La suculencia de los peces es indudable, la pureza de las aguas navegables donde muerden el anzuelo discutible.
Al otro lado de la histórica ensenada, tras sortear el tráfago vial del antiguo enclave comercial y portuario de Karaköy, asentamiento decimonónico de negociantes, provisionistas y armadores internacionales, alcanzamos la estación del llamado “Tünel”. Inaugurado en 1875, se trata del segundo tren subterráneo del mundo, diseñado en 1867 por el ingeniero francés Eugène-Henri Gavand. Este metropolitano de dos estaciones enlaza el distrito financiero de Karaköy con el residencial barrio de Pera -rebautizado “Beyoglu” por Atatürk para borrar reminiscencias griegas-, asiento de embajadas, suntuosas mansiones y lugares de culto no musulmán. El tren salva un desnivel de 62 metros con un recorrido de algo más de medio kilómetro. Hasta su construcción, el único acceso a Pera consistía en una estrecha y empinada calle, congestionada por el tráfico de unos 40.000 viandantes al día.
La Torre Gálata, construída en 1348 por los genoveses asentados en Bizancio, está a siete minutos escasos de la estación superior del “Tünel” y durante siglos fué la construcción más alta de la ciudad, manteniendo hasta hoy su condición de atalaya privilegiada de Estambul. En torno a ella, las callejas que descienden hacia el Cuerno de Oro albergan multitud de tiendas a tono con el ambiente bohemio y desenfadado de la zona. Entre la estación del “Tünel” y Taksim-Gezi discurre la que fué llamada “Gran Vía” -Cadde-i Kebir- durante el sultanato y hoy es la “Calle Independencia” -Istiklal caddesi-. Es una arteria peatonal de tres kilómetros, en forma de arco tensado cuya convexidad apunta al noroeste. Discurre por ella un tranvía de época llamado “Nostalgia” en vez de “Deseo”.
Y alguna magia saudadosa deben tener las jardineras rojiblancas del “Nostaljik Tramvay”, porque conjuran de inmediato el espectro de aquellos tranvías que recorrían Gijón en 1959 y en los cuales yo viajaba para ir a pescar jureles –en Asturias se llaman “chicharros”- al Puerto del Musel. En esos tiempos fondeaba frente al muelle un maltrecho barco carbonero llamado “Maruja y Aurora” cuyo bote de remos reclamaban a gritos los marineros para regresar a bordo. Extrañamente, se trataba del mismo vapor que, con el nombre de “SS River Clyde”, participó en 1915 en la operación anfibia británica más importante de toda la Batalla de los Dardanelos, desembarcando unidades metropolitanas en Cabo Helles, donde fueron diezmadas por fuerzas turcas inferiores en número. Ante la aplastante derrota de los Aliados –casi un cuarto de millón de muertos del Imperio Británico- Mustafá Kemal Atatürk, artífice de aquella victoria, fué generoso. Para corresponderle, los gobiernos de Australia y Nueva Zelanda construyeron un jardín alrededor de su estatua, entre los cementerios militares de Galípoli, que son hoy lugar de peregrinación y turismo. En el acceso a la rada de Wellington, la capital neozelandesa, un gran monumento duplica el que el General en Jefe turco hizo construír en homenaje a los caídos extranjeros en la Batalla de los Dardanelos. El desastre de Galípoli, en cuyas playas murió la flor de la juventud australiana y neozelandesa, ha sido atribuído al voluntarismo de Winston Churchill, Primer Lord del Almirantazgo, al nulo talento militar de excelentes burócratas como el general inglés Alexander Godley, a la autosuficiencia de los mandamases de Londres y, tal vez, al silencio culpable de quienes viendo avecinarse la tragedia callaron para no perjudicar sus carreras. En Galípoli nacieron los sentimientos nacionales de Australia y Nueva Zelanda, además de un nexo perdurable con Turquía que bien podría reforzar las inclinaciones occidentalistas del gran país eurasiático. En Estambul siempre hay ocasión de leer las palabras de Atatürk tras la batalla: “A los héroes que derramaron su sangre y perdieron sus vidas… Yacéis en el suelo de un país amigo. Descansad, pues, en paz. Para nosotros no hay diferencias entre los Johnnies y los Mehmets que reposan juntos en nuestra patria… Y vosotras, las madres que enviastéis a vuestros hijos desde lejanos países, enjugad vuestras lágrimas. Vuestros hijos reposan ahora en nuestro seno y están en paz. Tras haber perdido sus vidas en nuestra tierra, también ellos son ahora hijos nuestros”.
Flanquean la avenida o calle Istiklal, la Gran Vía del Beyoglu, antiguos edificios, galerías finiseculares, y cines barroquizantes de mediados del siglo pasado, eclipsados por la contundente impersonalidad de las modernas tiendas o inversiones inmobiliarias de Zara, Mango, Gap, y otras marcas archiconocidas. Las callejas laterales reservan agradables sorpresas a quienes desean aventurarse a curiosear por ellas. Entre los rieles del tranvía pasea una multitud, digna de ser observada, en la que se juntan turistas de Oriente y Occidente y toda la variedad de razas heredada del Imperio Otomano y de sucesivos conflictos en países cercanos.
Los turcos, como todos los pueblos mediterráneos, no son amigos de encerrarse en sus casas y al anochecer muchas calles mantienen el bullicio diurno y continúan llenas de vida. La animación es grande en Beyoglu y decidimos cenar en la terraza de una “brasserie” desde la cual se divisa, iluminada, la Torre Gálata. Es un local concurrido donde, además de los inevitables turistas, está bien representada una juventud estambulí, tan dorada como la luz crepuscular sobre las aguas del cercano Cuerno de Oro. Junto a nosotros, cuatro amigas vestidas a la última moda occidental beben alcohol y conversan en turco con el encargado del local. Contrastan con las mujeres que se dejan ver –es un decir- por otras calles, veladas hasta los ojos y envueltas en sueltos batilongos negros. Los amigos luxemburgueses se deleitan con un suculento pescado, fresquísimo, de carne blanca y compacta. Mi esposa y yo elegimos entre varios tipos de ginebra, como si estuviésemos en un “gin bar” español. El bochorno diurno remite ante la brisa nocturna y al canto polifónico de los almuédanos le ha sucedido el runrún de las conversaciones. Los placeres sensoriales del entorno, que son muchos, cierran las compuertas del intelecto y dejan volar la imaginación en estado de placidez.
Al día siguiente, muy temprano, nuestros amigos regresan a su país. Mi esposa y yo, satisfechos con la experiencia del día anterior, decidimos pasar el sábado en Beyoglu. Llegamos a Tünel Meydani, la plazoleta hasta la cual asciende el corto pero empinado tren metropolitano, con intención de acercarnos a la Plaza Taksim en el tranvía “Nostalgia”, pero descubrimos que éste no funciona los fines de semana. Nos llamó la atención la presencia de dos o tres vehículos blindados y de un camión lanza agua junto al Consulado de Suecia, protegidos por agentes antidisturbios bien armados. La calle Istiklal era, como de costumbre, el lugar de paseo de una abigarrada muchedumbre, aunque se nos antojó más animada y con mayor número de jóvenes de ambos sexos que el día anterior. En las heladerías turcas, atendidas por consumados malabaristas disfrazados a la usanza otomana, los turistas se maravillaban con las inacabables prestigiditaciones que el heladero ejecutaba antes de entregarles el cucurucho con las bolas de helado. A medida que avanzábamos, íbamos descubriendo que todas las callejuelas que desembocaban en la calle Istiklal habían sido bloqueadas por cintas blancas y rojas y junto a ellas se apostaba retenes de policías que paraban e interrogaban a cuantos pretendían acceder a la avenida. La estrecha escalinata de un pasaje disimulaba un grupo de agentes de la policía secreta. Algunos parecían jóvenes, con ropa informal, cabello largo y tatuajes de moda. Otros eran de mediana edad y tenían aspecto patibulario. Es curioso constatar como el desempeño de ciertas actividades cambia el rostro de las personas. Ambos habían depositado sobre los escalones bolsas de plástico en las cuales podían verse los útiles de su oficio: cachiporras, chalecos de la policía y máscaras antigás. Parecían tener tan poco interés en ocultarse como los individuos de paisano que paseaban tranquilamente, cachiporra al cinto, por el Istiklal caddesi o los lúgubres ocupantes de la furgoneta de un supuesto jardín de infancia, estacionada conspicuamente a la vista de los paseantes,
El despliegue policial llenaba de tirantez el ambiente callejero y, esperando que la situación amainase, nos detuvimos a comer en un espacioso restaurante turco que podría servirnos de refugio. Dos pisos con la habitual terraza y en la parte baja comida a la vista, recién hecha, con raciones circulando constantemente. Pregunté a uno de los encargados qué ocurría, a lo cual contestó: “Bah! The usual thing. Türk Polisi always like this!”. Tranquilizados por la respuesta, sin reparar en cuanto podía tener de miedo o de prudencia, nos regalamos con unas entradas de kibbeh, dolmasi, hummus y alanazik “a dos panes”, seguidas de cordero mashwi y kebab de pollo con arroz pilav de piñones y, como postre, un baklava recién hecho y un buen café turco servido con su lokum estambulí de coco y pistacho. Sencillo pero elaborado. La suegra de mi hermana, insuperable cocinera armenio-beirutí, no lo hubiese hecho mejor. Almorzaban en el local varios extranjeros, algunos de ellos españoles. Me sorprendió, tras la no aplicación de las prescripciones coránicas en lugares turísticos que, al pedir un vino de las bodegas Kavaklidere, el camarero nos comunicara, con gesto serio, que no servían alcohol. Esa rigídez tenía sentido en la exigua cantina donde comimos al visitar el Bazar Egipcio, pero me pareció exagerada en un establecimiento burgués del Istlikal caddesi. Puede que la explicación resida en las presiones de Erdogan para limitar la distribución pública de bebidas alcohólicas, otro detonante para el descontento de la población joven y las clases medias de orientación laica.
Al salir del restaurante y doblar por el recodo donde la avenida comienza a enfilar la Plaza Taksim nos topamos con una compacta muralla azul de policías, pesadamente equipados con escudo transparente, yelmo blanco, petos de “catcher” béisbolero y tobilleras. Tras ellos, numerosos vehículos de apoyo. No pareciendo aconsejable ni factible proseguir, volvimos sobre nuestros pasos hasta dar con un gran centro comercial llamado “Demiroren” en el cual entramos. Estábamos visitando las tiendas del segundo piso cuando se produjo el primer alboroto. Había entrado un grupo de jóvenes, posiblemente estudiantes que, desde el gran hueco central de la escalera, daban gritos contra las fuerzas policiales que permanecían disciplinadamente en el exterior. Todas las tiendas comenzaron a bajar las cortinas metálicas de sus locales, convirtiendo los pasillos de la plaza comercial en una ratonera. Los jóvenes estaban utilizando la técnica del “salto”: formar sorpresivamente pequeños grupos que provocaban a la policía, dispersándose de inmediato por edificios colindantes o arriesgándose a huír por las callejuelas más desguarnecidas. Un estudiante fué más explícito que el encargado del restaurante cuando le pedimos que nos informara sobre lo que sucedía. Nos explicó, muy amablemente y en buen inglés, que se habían reunido para conmemorar el primer aniversario del brutal desalojo de la plaza y parque de Taksim-Gezi y que hasta la madrugada del domingo podrían producirse incidentes, por lo que nos aconsejaba salir del barrio, asegurándonos que la policía no se atrevería a atacar a turistas. Las agencias de información más fiables coinciden en que la represión de los manifestantes de Taksim y Gezi en 2013 se saldó con 11 muertos, 8.000 heridos, algunos de ellos muy graves, y unas 3.000 detenciones. Los camiones lanzaron agua, posiblemente con productos químicos añadidos, y se dispararon balas de plástico o latas de gas directamente a la cabeza de los manifestantes. La agresión a curiosos o inocentes viandantes y la violación de domicilios no parece haber sido un hecho aislado sino expresión de la deriva totalitaria de un régimen que se aleja de la democracia.
Abandonamos el edificio en dirección a Tünel Meydani y por el camino fuímos encontrando a los camarógrafos y periodistas de las grandes cadenas de televisión internacionales que, previendo una filmación accidentada, comenzaban a preparar sus propios equipos antigás. Parecía haberse producido, pese a todo, un momento de calma que aprovechamos para entrar en la Iglesia Católica Latina, a cargo de la Orden Franciscana, para asistir a la misa de las 18h30. En el pequeño templo sólo había un puñado de fieles, todos extranjeros y tal vez algunos miembros italianos de órdenes religiosas. Un franciscano italo-argentino iba inquiriendo por los bancos nuestras lenguas, La misa fué oficiada en italiano, inglés y español, con una homilía, acertada y breve, que no pasó por alto las conversaciones de paz entre israelíes y palestinos. Mediada la celebración comenzaron a escucharse gritos en la calle, donde parecían producirse carreras. Tras darnos la bendición, el oficiante nos recomendó vivamente salir lo antes posible del barrio. Así lo hicimos, en compañía de un matrimonio irlandés de edad avanzada. En el atrio del templo, situado por debajo del nivel de la calle, había algunos hombres. No sabría decir si manifestantes o policías. Marchamos a buen paso hacia la cercana estación del “Tünel”. Mientras lo hacíamos, una muchacha nos utilizó de escudo y comenzó a increpar a voz en cuello al numeroso grupo de agentes antidisturbios situado en las inmediaciones del Consulado de Suecia. Sea porque estábamos en la posible línea de tiro o porque las fuerzas policiales aún no habían recibido órdenes de emplearse a fondo, la muchacha pudo esfumarse sin ser blanco de un proyectil de caucho.
Llegamos corriendo a la estación de Tünel Meydani, donde mi esposa y yo adquirimos los boletos del tren en la taquilla. Los irlandeses, por su parte, optaron por el expendedor automático, quedándo atrás mientras pulsaban angustiadamente los botones con las incomprensibles opciones de la máquina. Penetramos en el primero de los dos vagones del pequeño convoy justo cuando el timbre anunciaba el cierre de puertas. Aún tuvimos tiempo de ver cómo el matrimonio irlandés se perdía entre un aluvión de jóvenes que entraban en la estación para huír en el “Tünel”. Pero las incidencias no habían terminado. Varios de los manifestantes en fuga forzaron la puerta del vagón, introduciéndose en él a la fuerza y provocando la detención del convoy. Uno de los muchachos venía con una mano herida y sangraba copiosamente. Dos chicas de aspecto nórdico, que hablaban turco, le ayudaban a contener la hemorragia con un pañuelo. En ese momento comenzó un vehemente enfrentamiento entre los viajeros turcos del vagón. Presumiblemente partidarios y detractores de Erdogan. Las muchachas se unieron a la polémica señalando con furia la mano del herido. Un caballero turco de mediana edad, que había conseguido asiento, mostró su camisa manchada por la sangre del joven, de pié junto a él, y dijo algo que por la mímica con la cual acentuaba sus palabras podría significar “a mí me han estropeado la camisa y no he dicho nada, así que hagan el favor de callarse”. Al fin se hizo el silencio y el funcionario del andén autorizó nuestra partida. Cuando reencontramos el caótico ajetreo y las luces de Eminönü, nadie diría que estuviese ocurriendo nada digno de mención en los altos de la Torre Gálata. Lo único verdaderamente importante allí, en las riberas del Cuerno de Oro, era comerse o no un bocadillo de jurel a la parrilla. En la inmensidad de una ciudad de diecisiete millones de habitantes cualquier evento se diluye. Como sucedió, en otra escala, con la caída misma de Bizancio.
Al día siguiente la cadena norteamericana CNN informó cumplidamente de los disturbios que conmemoraban el primer aniversario del levantamiento contra la desaparición del Parque de Gezi. Durante la manifestación en Istiklal caddesi, que duró casi toda la noche, se lanzaron cócteles Molotov contra los vehículos de la policía. Se produjeron unas 83 detenciones y alrededor de 14 personas resultaron heridas. El despliegue de fuerzas policiales, tan sólo en Estambul, podría haber sido del orden de 25.000 policías y 50 vehículos especiales. Ignoro si alguien pudo contabilizar el número de agentes de paisano, responsables de buena parte de las detenciones. Desde el año pasado parece haberse acusado de desórdenes públicos a más de 5.600 personas, mientras nadie ha sido imputado por actuar violentamente contra los manifestantes.
Difícilmente podía llegar nadie al Parque de Taksim o al Bosque de Gezi. En los días precedentes el Primer Ministro Recep Tayyip Erdogan ya había lanzado una cruda advertencia: “Si váis allí, nuestras fuerzas del orden han recibido órdenes estricta para hacer lo que haga falta, de la A a la Z. No váis a poder llegar a Gezi como sucedió la otra vez. Tenéis que obedecer las leyes. Si no lo hacéis el Estado actuará como procede”.
Las declaraciones de ciertos portavoces del radicalismo turco demuestran la existencia de una Internacional anti-sistema dispuesta a capitalizar cualquier descontento, se trate de Zucotti Park, la Plaza Syntagma o la Puerta del Sol. Pero no deja de ser minoritaria ante el colectivo de ecologistas y demócratas hartos de los métodos expeditivos del erdoganismo. Por mucho que el gobierno se empeñe en presentarlos a todos como ponzoñosos apéndices de una misma Medusa. Esa que todavía evoca fantasmas bizantinos desde la Cisterna de la Basílica estambulí.
Es difícil prever el futuro político de Turquía, un país geostratégicamente vital para Occidente. Encrucijada de culturas y oleoductos. Erdogan, convertido en aprendiz de brujo, ha emprendido el desmantelamiento de las reformas de Mustafa Kemal Atatürk y ha tomado sobre sí la tarea de re-islamizar, gradualmente, al país. No hay que olvidar que su llegada al poder se debe a una mayoría de votantes. Su discurso político se apoya, esencialmente, en el nacionalismo y el desarrollismo y en la tópica necesidad del “hombre fuerte”. Los largos años de negociación con la Unión Europea han creado una sensación de humillado desencanto y cierta satisfacción al contemplar la crisis que tanto afecta a las economías europeas, mientras la turca parece cada vez más boyante. Sin embargo, no resulta sencillo adivinar cómo Europa podría dar cabida a un poderoso bazar que no respeta marcas ni patentes y que, por ejemplo, solamente en Estambul y en materia de industria relojera podría vender anualmente más de un millón de “imitaciónes” cuyas maquinarias vienen desde la China continental, Taiwan y Japón, contando, además, con la eventual colaboración de expertos jubilados de la industria relojera internacional. Proyectos faraónicos como el túnel más profundo del mundo, el “Marmaray”, que enlaza Europa y Asia bajo las aguas del Bósforo, la moderna construcción de un puente atribuído a Leonardo de Vinci sobre el Cuerno de Oro o la urbanización de las riberas del Mar Negro, tienen como fundamento las premisas de que el crecimiento no conoce freno y el gasto público es políticamente rentable. Tal vez lo sea hasta las próximas elecciones generales, pero en el interín Turquía está tan sometida a los vaivenes de la economía mundial como cualquier otra nación. La fascinación del sultanato incita al AKP a correr el riesgo de frotar una peligrosa lámpara donde están presos “djins” como la juventud laica pro-democrática, los capitales de la poderosa y occidentalizada clase financiera que frecuenta el distrito de Besiktas, lo contingente de un turismo que ya huye de antiguos destinos como Túnez y Egipto, el radicalismo de las taifas del Islam, el recurso al terrorismo, el separatismo, la inexistencia de una alternativa sólida al kemalismo, los inciertos coqueteos a los cuales podría abocar la necesidad de gas y petróleo, etc.
En cualquier caso, Turquía es hermosa, sus gentes especiales y merece la pena visitarla. Muy en particular Estambul, ciudad a la que, pese a todo, esperamos regresar.