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Una Semana en Estambul

Acabo de regresar de un viaje de una semana a Estambul, en compañía de mi esposa y de un matrimonio de buenos amigos luxemburgueses. La antigua capital del Imperio Otomano, continúa siendo la ciudad más poblada de Turquía así como el centro cultural y económico del país. No es mi intención perderme en el exotismo fascinante de esa urbe. Sobran libros en español que reflejan la óptica orientalista bajo la cual ha sido contemplada por los viajeros occidentales. Desde Charles FitzRoy a Pierre Loti. Tampoco deseo redactar la enésima lista de monumentos memorables o cafetines poco frecuentados. Tan sólo rememorar unas digresiones surgidas frente las aguas del Bósforo, el Mar de Mármara y el Cuerno de Oro, antes de que se desvanezcan en el tiempo. Son percepciones puntuales que no alteran la magia de un lugar único.

Una de las cosas que llamaron la atención de los amigos luxemburgueses al visitar el bazar de libros viejos, uno de los primeros que establecieron los colonizadores otomanos tras la conquista de Bizancio, no fueron tanto las magníficas ilustraciones o caligrafías coránicas, sino la ubicuidad de un libro recién editado, colocado discreta pero visiblemente, en casi todos los puestos, cuya portada muestra la foto de un  resuelto Recep Tayyip Erdogan, Primer Ministro de la república turca y Jefe del partido AKP (“Partido de la Justicia y el Desarrollo”). Las verdaderas razones por las cuales el libro prolifera en los tenderetes del baratillo es, como declara la letra de “Istanbul (Not Contantinople)”, un éxito discográfico de 1953, “nobody’s business but the Turks”.

La población turca es, en general, hospitalaria, cordial con los visitantes extranjeros y posee un gran sentido del humor. Pero, como era de esperar, entrometerse en temas de política o religión es una falta de tacto. Criticar al gobierno de Erdogan, mencionar el genocidio de más de un millón de armenios en 1915, aludir a la persistencia de la guerrilla independentista kurda o inquirir sobre el grado de discriminación al cual se vé sometido el 25% de la población turca que profesa la Fé aleví, son “líneas rojas” que no deben ser rebasadas. Hacerlo implica encontrarse con miradas esquivas de temor o desconfianza. El orden público parece prevalecer sin gran presencia policíal en ambas riberas, europea y asiática, de la ciudad. Empero, hemos podido reconocer a agentes vestidos de paisano cuyo valor disuasorio es innegable.

En el recorrido turístico que media entre el Gran Bazar y la basílica-mezquita-museo de Ayya Sofya no vimos ni la mitad de los marginados y pordioseros que en Madrid mendigan en el emblemático trayecto que une las plazas del Callao y la Moncloa. Los que piden limosna en el casco antiguo de Estambul lo hacen vendiendo alguna minucia o dando la oportunidad de pesarse en una balanza. No faltan ciegos, ancianos o enfermos de ambos sexos. Piden sin aspavientos, con resignada mansedumbre. La limosna es uno de los pilares del Islam y aunque se aconseja a los creyentes no prejuzgar en que gastarán las caridades recibidas los indigentes, tuvimos ocasión de ver en pleno viernes, día santo para los musulmanes, a un joven bien vestido y no mal alimentado, que pedía óbolos en nombre de Alá entre los clientes de la terraza de un café, sabe Dios con qué fines. No tardó en ser recriminado por alguno de los parroquianos, alejándose rápidamente del lugar.

Por el contrario, en el populoso barrio de Eminönü, en la parte sur del Puente Gálata, entre las mezquitas Nueva y de Sulimán, pululando entre los restaurantes y el muelle de los transbordadores, correteando por el paseo Ragip Gümüspala y colgándose de los retrovisores de los automóviles para dejarse arrastrar por ellos había un buen número de asilvestrados “niños de la calle”. Sus madres o hermanas, con bebés en los brazos piden limosna en la explanada exterior de las mezquitas. Son los “rom”, no muy distintos de las tribus de gitanos balcánicos que pululan por tantas ciudades españoles. Como en España, se dedican a la mendicidad profesional y a actividades ocasionales como la venta de cartón o chatarra. La policía parece ignorarlos. Dan la sensación de estar tan poco integrados en el tejido social como los “rom” de España, recibiendo idéntico desinterés de unas autoridades locales inermes ante comunidades que se rigen por sus propias reglas y que, mientras los gobiernos no conciban otras medidas más imaginativas que expulsarlos, no desean ni asimilación ni trabajo fijo algunos.

Por sus creencias e importancia numérica los alevíes constituyen una de las garantías del futuro democrático de Turquía. Son una rama sufí del chiísmo que ha tomado de aquel los elementos esotéricos, dedicando un culto de “dulía”, a veces casi “hiperdulía”, a Alí, primo y yerno del Profeta, al cual añaden la veneración de los ángeles.  Para los musulmanes sunitas, mayoritarios y “ortodoxos” –el Islam dista de ser único pese a proclamar la unicidad- el alevismo es una herejía indefendible. Los alevíes no aceptan los “cinco pilares” de la religión musulmana: no ayunan en Ramadán, no peregrinan a la Meca, no utilizan las mezquitas, no están obligados a rezar cinco veces al día ni renuncian a beber ocasionalmente alcohol. Su liturgía, como el ritual benedictino, incorpora la música y utiliza la lengua turca en vez del árabe, la lengua sacrosanta en la cual Alá reveló el Corán. El alevismo considera a la mujer igual al hombre. A diferencia de los minoritarios alauitas, que en una generalización grosera podrían considerarse un “Opus Dei” musulmán, los alevíes no aspiran al control de los centros neurálgicos del poder económico y social sino a la consecución de una sociedad plenamente democrática. Por eso apoyaron decididamente las reformas de Mustafá Kemal Atatürk pese a que su política de laicismo radical distaba de favorecerles. La orientación kemalista y la circunstancia de que alrededor del 20% de los kurdos turcos practican el alevismo ha hecho a esta religión, más afín a un movimiento social que a una secta, sospechosa de “izquierdismo revolucionario” a los ojos del gobierno conservador e islámico del AKP.

Llegamos a Estambul el domingo 25 de mayo. Nuestra llegada coincidió con una multitudinaria manifestación en el barrio de Okmeydani, predominantemente de confesión aleví, convocada en paralelo con sendas marchas en Ankara e Izmir. Las alevíes protestaban por la muerte en Estambul, la semana anterior, de dos miembros de su comunidad. El uno alcanzado por una granada de fragmentación. El otro, mientras asistía a un funeral en el interior de un “cemevi”, víctima de una bala perdida procedente de los disparos al aire con los cuales la policía intentaba dispersar a grupos de colegiales que, a su vez, protestaban por la catástrofe minera en Soma y la reciente muerte de un quinceañero aleví, fallecido tras nueve meses en coma a consecuencia del impacto de un bote de gas lacrimógeno en el rostro cuando salió a comprar pan durante el comienzo de las algaradas en la plaza y parque de Taksim-Gezi. Los alevíes de Turquía, ninguneados por el gobierno mientras la minoría kurda lograba un paquete de concesiones, se echaron a la calle para pedir el fin de la discriminación cívico-religiosa exigiendo, entre otras cosas, el reconocimiento legal de sus “cemevis” como lugares de culto, derecho que les niega la Dirección de Asuntos Religiosos de Turquía por considerarlos seguidores de una secta islámicamente “incorrecta”, ajena a la “ortodoxia” de chiítas y sunitas, cuyas mezquitas están oficializadas.  El 26 de mayo los periódicos informaban sobre redadas policiales llevadas a cabo de madrugada en las barriadas de Sancaktepe, Gazi and Alibeyköy donde fueron detenidas unas 38 personas, entre las cuales figurarían “militantes de las juventudes separatistas kurdas, activistas de izquierda y menores de edad”, requisándose en varios domicilios “documentación, panfletos, pólvora, armas, cócteles Molotov y material incendiario”. Ignoro en qué medida estas afirmaciones son ciertas, pero la retórica oficialista, empeñada en igualar las protestas a “terrorismo” y “radicalismo”, me retrotrajo al discurso franquista. Las zonas batidas por la policía fueron acordonadas, negándose el paso a la prensa extranjera que sólo pudo constatar la presencia de helicópteros, vehículos blindados y policía secreta. Ninguno de los empleados del céntrico hotel donde nos alojábamos hizo nunca la menor alusión a estos hechos ni nos desaconsejó visitar lugar alguno. Sin embargo, la prensa turca en lengua inglesa y los noticieros televisivos del hotel, informaron sobre los sucesos. Pese a la voluntad negociadora de los líderes de la comunidad aleví con el gobierno, es difícil que lleguen a ver satisfechas sus reivindicaciones con el actual gobierno.

Al atardecer del viernes 30 de mayo atravesamos el Cuerno de Oro por el Puente Gálata. Bajo sus arcos se suceden concurridos restaurantes de pescados y mariscos mientras encima, desde las zonas peatonales del tablero del puente, multitud de pescadores, utilizando largas cañas con sedal de múltiples anzuelos, capturan incesamente jureles que mantienen vivos en cubetas y cuyo destino es terminar asados y envueltos entre sabrosísimas hojas de lechuga y tomate frescos en sustanciosos bocadillos que pueden adquirirse en las parrillas de la ribera de Eminönü o en barrocos restaurantes flotantes, más pequeños y económicos que los establecimientos del puente. La suculencia de los peces es indudable, la pureza de las aguas navegables donde muerden el anzuelo discutible.

Al otro lado de la histórica ensenada, tras sortear el tráfago vial del antiguo enclave comercial y portuario de Karaköy, asentamiento decimonónico de negociantes, provisionistas y armadores internacionales, alcanzamos la estación del llamado “Tünel”. Inaugurado en 1875, se trata del segundo tren subterráneo del mundo, diseñado en 1867 por el ingeniero francés Eugène-Henri Gavand. Este metropolitano de dos estaciones enlaza el distrito financiero de Karaköy con el residencial barrio de Pera -rebautizado “Beyoglu” por Atatürk para borrar reminiscencias griegas-, asiento de embajadas, suntuosas mansiones y lugares de culto no musulmán. El tren salva un desnivel de 62 metros con un recorrido de algo más de medio kilómetro. Hasta su construcción, el único acceso a Pera consistía en una estrecha y empinada calle, congestionada por el tráfico de unos 40.000 viandantes al día.

La Torre Gálata, construída en 1348 por los genoveses asentados en Bizancio, está a siete minutos escasos de la estación superior del “Tünel” y durante siglos fué la construcción más alta de la ciudad, manteniendo hasta hoy su condición de atalaya privilegiada de Estambul. En torno a ella, las callejas que descienden hacia el Cuerno de Oro albergan multitud de tiendas a tono con el ambiente bohemio y desenfadado de la zona. Entre la estación del “Tünel” y Taksim-Gezi discurre la que fué llamada “Gran Vía” -Cadde-i Kebir- durante el sultanato y hoy es la “Calle Independencia” -Istiklal caddesi-. Es una arteria peatonal de tres kilómetros, en forma de arco tensado cuya convexidad apunta al noroeste. Discurre por ella un tranvía de época llamado “Nostalgia” en vez de “Deseo”.

Y alguna magia saudadosa deben tener las jardineras rojiblancas del “Nostaljik Tramvay”, porque conjuran de inmediato el espectro de aquellos tranvías que recorrían Gijón en 1959 y en los cuales yo viajaba para ir a pescar jureles –en Asturias se llaman “chicharros”- al Puerto del Musel. En esos tiempos fondeaba frente al muelle un maltrecho barco carbonero llamado “Maruja y Aurora” cuyo bote de remos reclamaban a gritos los marineros para regresar a bordo. Extrañamente, se trataba  del mismo vapor que, con el nombre de “SS River Clyde”, participó en 1915 en la operación anfibia británica más importante de toda la Batalla de los Dardanelos, desembarcando unidades metropolitanas en Cabo Helles, donde fueron diezmadas por fuerzas turcas inferiores en número. Ante la aplastante derrota de los Aliados –casi un cuarto de millón de muertos del Imperio Británico- Mustafá Kemal Atatürk, artífice de aquella victoria, fué generoso. Para corresponderle, los gobiernos de Australia y Nueva Zelanda construyeron un jardín alrededor de su estatua, entre los cementerios militares de Galípoli, que son hoy lugar de peregrinación y turismo. En el acceso a la rada de Wellington, la capital neozelandesa, un gran monumento duplica el que el General en Jefe turco hizo construír en homenaje a los caídos extranjeros en la Batalla de los Dardanelos. El desastre de Galípoli, en cuyas playas murió la flor de la juventud australiana y neozelandesa, ha sido atribuído al voluntarismo de Winston Churchill, Primer Lord del Almirantazgo, al nulo talento militar de excelentes burócratas como el general inglés Alexander Godley, a la autosuficiencia de los mandamases de Londres y, tal vez, al silencio culpable de quienes viendo avecinarse la tragedia callaron para no perjudicar sus carreras. En Galípoli nacieron los sentimientos nacionales de Australia y Nueva Zelanda, además de un nexo perdurable con Turquía que bien podría reforzar las inclinaciones occidentalistas del gran país eurasiático. En Estambul siempre hay ocasión de leer las palabras de Atatürk tras la batalla: “A los héroes que derramaron su sangre y perdieron sus vidas… Yacéis en el suelo de un país amigo. Descansad, pues, en paz. Para nosotros no hay diferencias entre los Johnnies y los Mehmets que reposan juntos en nuestra patria… Y vosotras, las madres que enviastéis a vuestros hijos desde lejanos países, enjugad vuestras lágrimas. Vuestros hijos reposan ahora en nuestro seno y están en paz. Tras haber perdido sus vidas en nuestra tierra, también ellos son ahora hijos nuestros”.

Flanquean la avenida o calle Istiklal, la Gran Vía del Beyoglu, antiguos edificios, galerías finiseculares, y cines barroquizantes de mediados del siglo pasado, eclipsados por la contundente impersonalidad de las modernas tiendas o inversiones inmobiliarias de Zara, Mango, Gap, y otras marcas archiconocidas. Las callejas laterales reservan agradables sorpresas a quienes desean aventurarse a curiosear por ellas. Entre los rieles del tranvía pasea una multitud, digna de ser observada, en la que se juntan turistas de Oriente y Occidente y toda la variedad de razas heredada del Imperio Otomano y de sucesivos conflictos en países cercanos.

Los turcos, como todos los pueblos mediterráneos, no son amigos de encerrarse en sus casas y al anochecer muchas calles mantienen el bullicio diurno y continúan llenas de vida. La animación es grande en Beyoglu y decidimos cenar en la terraza de una “brasserie” desde la cual se divisa, iluminada, la Torre Gálata. Es un local concurrido donde, además de los inevitables turistas, está bien representada una juventud estambulí, tan dorada como la luz crepuscular sobre las aguas del cercano Cuerno de Oro. Junto a nosotros, cuatro amigas vestidas a la última moda occidental beben alcohol y conversan en turco con el encargado del local. Contrastan con las mujeres que se dejan ver –es un decir- por otras calles, veladas hasta los ojos y envueltas en sueltos batilongos negros. Los amigos luxemburgueses se deleitan con un suculento pescado, fresquísimo, de carne blanca y compacta. Mi esposa y yo elegimos entre varios tipos de ginebra, como si estuviésemos en un “gin bar” español. El bochorno diurno remite ante la brisa nocturna y al canto polifónico de los almuédanos le ha sucedido el runrún de las conversaciones. Los placeres sensoriales del entorno, que son muchos, cierran las compuertas del intelecto y dejan volar la imaginación en estado de placidez.

Al día siguiente, muy temprano, nuestros amigos regresan a su país. Mi esposa y yo, satisfechos con la experiencia del día anterior, decidimos pasar el sábado en Beyoglu. Llegamos a Tünel Meydani, la plazoleta hasta la cual asciende el corto pero empinado tren metropolitano, con intención de acercarnos a la Plaza Taksim en el tranvía “Nostalgia”, pero descubrimos que éste no funciona los fines de semana. Nos llamó la atención la presencia de dos o tres vehículos blindados y de un camión lanza agua junto al Consulado de Suecia, protegidos por agentes antidisturbios bien armados. La calle Istiklal era, como de costumbre, el lugar de paseo de una abigarrada muchedumbre, aunque se nos antojó más animada y con mayor número de jóvenes de ambos sexos que el día anterior. En las heladerías turcas, atendidas por consumados malabaristas disfrazados a la usanza otomana, los turistas se maravillaban con las inacabables prestigiditaciones que el heladero ejecutaba antes de entregarles el cucurucho con las bolas de helado. A medida que avanzábamos, íbamos descubriendo que todas las callejuelas que desembocaban en la calle Istiklal habían sido bloqueadas por cintas blancas y rojas y junto a ellas se apostaba retenes de policías que paraban e interrogaban a cuantos pretendían acceder a la avenida. La estrecha escalinata de un pasaje disimulaba un grupo de agentes de la policía secreta. Algunos parecían jóvenes, con ropa informal, cabello largo y tatuajes de moda. Otros eran de mediana edad y tenían aspecto patibulario. Es curioso constatar como el desempeño de ciertas actividades cambia el rostro de las personas. Ambos habían depositado sobre los escalones bolsas de plástico en las cuales podían verse los útiles de su oficio: cachiporras, chalecos de la policía y máscaras antigás. Parecían tener tan poco interés en ocultarse como los individuos de paisano que paseaban tranquilamente, cachiporra al cinto, por el Istiklal caddesi o los lúgubres ocupantes de la furgoneta de un supuesto jardín de infancia, estacionada conspicuamente a la vista de los paseantes,

El despliegue policial llenaba de tirantez el ambiente callejero y, esperando que la situación amainase, nos detuvimos a comer en un espacioso restaurante turco que podría servirnos de refugio. Dos pisos con la habitual terraza y en la parte baja comida a la vista, recién hecha, con raciones circulando constantemente. Pregunté a uno de los encargados qué ocurría, a lo cual contestó: “Bah! The usual thing. Türk Polisi always like this!”. Tranquilizados por la respuesta, sin reparar en cuanto podía tener de miedo o de prudencia, nos regalamos con unas entradas de kibbeh, dolmasi, hummus y alanazik “a dos panes”, seguidas de cordero mashwi y kebab de pollo con arroz pilav de piñones y, como postre, un baklava recién  hecho y un buen café turco servido con su lokum estambulí de coco y pistacho. Sencillo pero elaborado. La suegra de mi hermana, insuperable cocinera armenio-beirutí, no lo hubiese hecho mejor. Almorzaban en el local varios extranjeros, algunos de ellos españoles. Me sorprendió, tras la no aplicación de las prescripciones coránicas en lugares turísticos que, al pedir un vino de las bodegas Kavaklidere, el camarero nos comunicara, con gesto serio, que no servían alcohol. Esa rigídez tenía sentido en la exigua cantina donde comimos al visitar el Bazar Egipcio, pero me pareció exagerada en un establecimiento burgués del Istlikal caddesi. Puede que la explicación resida en las presiones de Erdogan para limitar la distribución pública de bebidas alcohólicas, otro detonante para el descontento de la población joven y las clases medias de orientación laica.

Al salir del restaurante y doblar por el recodo donde la avenida comienza a enfilar la Plaza Taksim nos topamos con una compacta muralla azul de policías, pesadamente equipados con escudo transparente, yelmo blanco, petos de “catcher” béisbolero y tobilleras. Tras ellos, numerosos vehículos de apoyo. No pareciendo aconsejable ni factible proseguir, volvimos sobre nuestros pasos hasta dar con un gran centro comercial llamado “Demiroren” en el cual entramos. Estábamos visitando las tiendas del segundo piso cuando se produjo el primer alboroto. Había entrado un grupo de jóvenes, posiblemente estudiantes que, desde el gran hueco central de la escalera, daban gritos contra las fuerzas policiales que permanecían disciplinadamente en el exterior. Todas las tiendas comenzaron a bajar las cortinas metálicas de sus locales, convirtiendo los pasillos de la plaza comercial en una ratonera. Los jóvenes estaban utilizando la técnica del “salto”: formar sorpresivamente pequeños grupos que provocaban a la policía, dispersándose de inmediato por edificios colindantes o arriesgándose a huír por las callejuelas más desguarnecidas. Un estudiante fué más explícito que el encargado del restaurante cuando le pedimos que nos informara sobre lo que sucedía. Nos explicó, muy amablemente y en buen inglés, que se habían reunido para conmemorar el primer aniversario del brutal desalojo de la plaza y parque de Taksim-Gezi y que hasta la madrugada del domingo podrían producirse incidentes, por lo que nos aconsejaba salir del barrio, asegurándonos que la policía no se atrevería a atacar a turistas. Las agencias de información más fiables coinciden en que la represión de los manifestantes de Taksim y Gezi en 2013 se saldó con 11 muertos, 8.000 heridos, algunos de ellos muy graves, y unas 3.000 detenciones. Los camiones lanzaron agua, posiblemente con productos químicos añadidos, y se dispararon balas de plástico o latas de gas directamente a la cabeza de los manifestantes. La agresión a curiosos o inocentes viandantes y la violación de domicilios no parece haber sido un hecho aislado sino expresión de la deriva totalitaria de un régimen que se aleja de la democracia.

Abandonamos el edificio en dirección a Tünel Meydani y por el camino fuímos encontrando a los camarógrafos y periodistas de las grandes cadenas de televisión internacionales que, previendo una filmación accidentada, comenzaban a preparar sus propios equipos antigás. Parecía haberse producido, pese a todo, un momento de calma que aprovechamos para entrar en la Iglesia Católica Latina, a cargo de la Orden Franciscana, para asistir a la misa de las 18h30. En el pequeño templo sólo había un puñado de fieles, todos extranjeros y tal vez algunos miembros italianos de órdenes religiosas. Un franciscano italo-argentino iba inquiriendo por los bancos nuestras lenguas, La misa fué oficiada en italiano, inglés y español, con una homilía, acertada y breve, que no pasó por alto las conversaciones de paz entre israelíes y palestinos. Mediada la celebración comenzaron a escucharse gritos en la calle, donde parecían producirse carreras. Tras darnos la bendición, el oficiante nos recomendó vivamente salir lo antes posible del barrio. Así lo hicimos, en compañía de un matrimonio irlandés de edad avanzada. En el atrio del templo, situado por debajo del nivel de la calle, había algunos hombres. No sabría decir si manifestantes o policías. Marchamos a buen paso hacia la cercana estación del “Tünel”. Mientras lo hacíamos, una muchacha nos utilizó de escudo y comenzó a increpar a voz en cuello al numeroso grupo de agentes antidisturbios situado en las inmediaciones del Consulado de Suecia. Sea porque estábamos en la posible línea de tiro o porque las fuerzas policiales aún no habían recibido órdenes de emplearse a fondo, la muchacha pudo esfumarse sin ser blanco de un proyectil de caucho.

Llegamos corriendo a la estación de Tünel Meydani, donde mi esposa y yo adquirimos los boletos del tren en la taquilla. Los irlandeses, por su parte, optaron por el expendedor automático, quedándo atrás mientras pulsaban angustiadamente los botones con las incomprensibles opciones de la máquina. Penetramos en el primero de los dos vagones del pequeño convoy justo cuando el timbre anunciaba el cierre de puertas. Aún tuvimos tiempo de ver cómo el matrimonio irlandés se perdía entre un aluvión de jóvenes que entraban en la estación para huír en el “Tünel”. Pero las incidencias no habían terminado. Varios de los manifestantes en fuga forzaron la puerta del vagón, introduciéndose en él a la fuerza y provocando la detención del convoy. Uno de los muchachos venía con una mano herida y sangraba copiosamente. Dos chicas de aspecto nórdico, que hablaban turco, le ayudaban a contener la hemorragia con un pañuelo. En ese momento comenzó un vehemente enfrentamiento entre los viajeros turcos del vagón. Presumiblemente partidarios y detractores de Erdogan. Las muchachas se unieron a la polémica señalando con furia la mano del herido. Un caballero turco de mediana edad, que había conseguido asiento, mostró su camisa manchada por la sangre del joven, de pié junto a él, y dijo algo que por la mímica con la cual acentuaba sus palabras podría significar “a mí me han estropeado la camisa y no he dicho nada, así que hagan el favor de callarse”. Al fin se hizo el silencio y el funcionario del andén autorizó nuestra partida. Cuando reencontramos el caótico ajetreo y las luces de Eminönü, nadie diría que estuviese ocurriendo nada digno de mención en los altos de la Torre Gálata. Lo único verdaderamente importante allí, en las riberas del Cuerno de Oro, era comerse o no un bocadillo de jurel a la parrilla. En la inmensidad de una ciudad de diecisiete millones de habitantes cualquier evento se diluye. Como sucedió, en otra escala, con la caída misma de Bizancio.

Al día siguiente la cadena norteamericana CNN informó cumplidamente de los disturbios que conmemoraban el primer aniversario del levantamiento contra la desaparición del Parque de Gezi. Durante la manifestación en Istiklal caddesi, que duró casi toda la noche, se lanzaron cócteles Molotov contra los vehículos de la policía. Se produjeron unas 83 detenciones y alrededor de 14 personas resultaron heridas. El despliegue de fuerzas policiales, tan sólo en Estambul, podría haber sido del orden de 25.000 policías y 50 vehículos especiales. Ignoro si alguien pudo contabilizar el número de agentes de paisano, responsables de buena parte de las detenciones. Desde el año pasado parece haberse acusado de desórdenes públicos a más de 5.600 personas, mientras nadie ha sido imputado por actuar violentamente contra los manifestantes.

Difícilmente podía llegar nadie al Parque de Taksim o al Bosque de Gezi. En los días precedentes el Primer Ministro Recep Tayyip Erdogan ya había lanzado una cruda advertencia: “Si váis allí, nuestras fuerzas del orden han recibido órdenes estricta para hacer lo que haga falta, de la A a la Z. No váis a poder llegar a Gezi como sucedió la otra vez. Tenéis que obedecer las leyes. Si no lo hacéis el Estado actuará como procede”.

Las declaraciones de ciertos portavoces del radicalismo turco demuestran la existencia de una Internacional anti-sistema dispuesta a capitalizar cualquier descontento, se trate de Zucotti Park, la Plaza Syntagma o la Puerta del Sol. Pero no deja de ser minoritaria ante el colectivo de ecologistas y demócratas hartos de los métodos expeditivos del erdoganismo. Por mucho que el gobierno se empeñe en presentarlos a todos como ponzoñosos apéndices de una misma Medusa. Esa que todavía evoca fantasmas bizantinos desde la Cisterna de la Basílica estambulí.

Es difícil prever el futuro político de Turquía, un país geostratégicamente vital para Occidente. Encrucijada de culturas y oleoductos. Erdogan, convertido en aprendiz de brujo, ha emprendido el desmantelamiento de las reformas de Mustafa Kemal Atatürk y ha tomado sobre sí la tarea de re-islamizar, gradualmente, al país. No hay que olvidar que su llegada al poder se debe a una mayoría de votantes. Su discurso político se apoya, esencialmente, en el nacionalismo y el desarrollismo y en la tópica necesidad del “hombre fuerte”. Los largos años de negociación con la Unión Europea han creado una sensación de humillado desencanto y cierta satisfacción al contemplar la crisis que tanto afecta a las economías europeas, mientras la turca parece cada vez más boyante. Sin embargo, no resulta sencillo adivinar cómo Europa podría dar cabida a un poderoso bazar que no respeta marcas ni patentes y que, por ejemplo, solamente en Estambul y en materia de industria relojera podría vender anualmente más de un millón de “imitaciónes” cuyas maquinarias vienen desde la China continental, Taiwan y Japón, contando, además, con la eventual colaboración de expertos jubilados de la industria relojera internacional. Proyectos faraónicos como el túnel más profundo del mundo, el “Marmaray”, que enlaza Europa y Asia bajo las aguas del Bósforo, la moderna construcción de un puente atribuído a Leonardo de Vinci sobre el Cuerno de Oro o la urbanización de las riberas del Mar Negro, tienen como fundamento las premisas de que el crecimiento no conoce freno y el gasto público es políticamente rentable. Tal vez lo sea hasta las próximas elecciones generales, pero en el interín Turquía está tan sometida a los vaivenes de la economía mundial como cualquier otra nación. La fascinación del sultanato incita al AKP a correr el riesgo de frotar una peligrosa lámpara donde están presos “djins” como la juventud laica pro-democrática, los capitales de la poderosa y occidentalizada clase financiera que frecuenta el distrito de Besiktas, lo contingente de un turismo que ya huye de antiguos destinos como Túnez y Egipto, el radicalismo de las taifas del Islam, el recurso al terrorismo, el separatismo, la inexistencia de una alternativa sólida al kemalismo, los inciertos coqueteos a los cuales podría abocar la necesidad de gas y petróleo, etc.

En cualquier caso, Turquía es hermosa, sus gentes especiales y merece la pena visitarla. Muy en particular Estambul, ciudad a la que, pese a todo, esperamos regresar.

«Retrato de un Fauno Remoto con San Juan de Puerto Rico al Fondo»

Llegó la adolescencia. Me sorprendió la vida
prendida en lo más ancho de tu viajar eterno;
y fuí tuya mil veces, y en un bello romance                           me despertaste el alma y me besaste el cuerpo.

¿A dónde te llevaste las aguas que bañaron                           mis formas, en espiga de sol recién abierto?

¡Quién sabe en qué remoto país mediterráneo                     algún fauno en la playa me estará poseyendo!

(“Río Grande de Loíza”, Julia de Burgos, 1935)

Ayer recibí de mi variopinta hermana Marilia -dominicana de nacimiento, puertorriqueña de lar, española de nación y gallega de alma- un esperado paquete postal. Se trataba de una voluminosa tesis doctoral sobre nuestro progenitor, obra de Beatriz M. Santiago?Ibarra, titulada «Jose María García?Rodríguez (1912-2006) escritor gallego, su obra literaria en el contexto de la saudade y la gnosis galaico?celtas: Puerto Rico y lo puertorriqueño en su Literatura«. La tesis fué defendida en julio de 2012 ante un tribunal del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe y presentada poco después ante el Círculo Cultural Gallego de Puerto Rico en acto convocado por la Casa de España en San Juan, donde el autor de mis días fué Secretario General durante un largo período.

La curiosa tesis -intuyo la travesura del estudioso fingiéndose estudiado- ha dado nueva intensidad a la memoria de mi padre. Aunque apenas viví en su compañía, supo compensar su ausencia con cartas, afectuosas y frecuentes, dirigidas al hijo lejano y, en ocasiones, a sí mismo. Gracias a ellas se convirtió en uno de mis referentes vitales. Me cuesta trabajo hablar de mí sin mencionarlo a él. Sus andares ensimismados de poeta bohemio por las callejas del Viejo San Juan –mi hermano Juanjo le había confiscado el desvencijado “haiga” con el que daba volantazos topándose con las esquinas- ya se han acompasado a los de una Santa Compaña tropical donde marchan vendedores gallegos de “souvenirs” para gringos, exiliados republicanos del cafetín “La Bombonera”, alquimistas del caldiño con unto, merceras de Noya y divertidas ovejas negras de familias peninsulares, en eterna procesión por los pavimentos empedrados de la capital de esa isla que se nombró Borinquen antes de ser Puerto Rico

La Casa de España tiene por sede un emblemático edificio del arquitecto local Pedro Adolfo de Castro Besosa cuya creación apadrinó S.M. Alfonso XIII. Mientras una Cuba despechada nos mandaba de vuelta el espléndido monumento a Colón que hoy da realce a Valladolid, Puerto Rico no tuvo ambages en proporcionar el terreno y acoger a esta Casa que quiso ser un último presente de España. Situada a extramuros de la Puerta de Tierra, en el islote donde anida ese Viejo San Juan que el Capitán General Juan Prim i Prats remozó en isabelino, comienza ya a divisarse cuando el avión de Madrid aproa el aeropuerto de Isla Verde tras sobrevolar el Castillo de San Felipe del Morro. Para cuantos se desplazan por la ajetreada Avenida Ponce de León, es inevitable toparse una y otra vez, a la altura de la parada «una y media» del desaparecido tranvía colonial, con ese gran palacio morisco donde, al contrario que en las taifas ibéricas, ondea sin verguenzas la bandera española. Y posiblemente seguirá haciéndolo, porque el 26 de Mayo de 1983 la Casa de España fué incluída en el U.S. National Register of Historic Places y catorce años después declarada «lugar histórico» por la Oficina Estatal de Preservación Histórica de Puerto Rico.

La llegada de dicha tesis trajo consigo otros recuerdos que creía olvidados. Sobre todo del período que media entre 1967 y 1969, cuando el ser alumno del Departamento de Geología de la Universidad de Princeton me permitió acumular sucesivas estancias en un San Juan de Puerto Rico más próximo a New York City que a sí mismo. Desde 1962 mi padre era Canciller del Consulado General de España y Secretario de la Casa de España. Ahorraba para crear una editorial especializada en escritores antillanos hasta el día en que se le escapó a Miami con los fondos, el socio habanero cuyos sueños, aún siendo más mundanos que los de mi progenitor, tampoco se materializaron. Vaya en honor de éste mencionar que cuando el FBI localizó al socio fugitivo cumpliendo condena por otro delito en la penitenciaria estatal del condado de Bradford -«Doin’ Florida time«, según canta una petenera yanqui de presidio-, se apiadó de su familia y optó por retirar la denuncia.

La universidad de Princeton que yo conocí al final de una década revuelta, guardaba todavía resonancias de Scott Fitzgerald. Pocos han descrito con tanta agudeza aquel eximio templo del saber académico como el escritor Francisco Ayala : <La Universidad de Princeton pertenece a la llamada «Ivy League» o Liga de la Yedra, grupo de universidades en el este de los Estados Unidos caracterizadas por un altivo aristocratismo intelectual y social que, como es inevitable, da ocasión y pábulo a la más desenfrenada, a veces cómica, «snobbery»> («Recuerdos y Olvidos: El Exilio«, Alianza Editorial, Madrid 1983). Albert Camus aprendió de Jean Paul Sartre que en la misma persona pueden coexistir un gran intelectual y un pigmeo ético. Haber zaherido, por inexperiencia, el orgullo de un miembro del claustro de Guyot Hall, templo princetoniano de las Ciencias de la Tierra, me ganó la inquina y encubierto acoso del mentado sabio. Tal vez en mejor ocasión, si dispongo de tiempo y ganas, hable de ello. Recordar a aquel pobre hombre me devuelve a la reflexión de Lope de Vega: “Entiendo lo que me basta y solamente no entiendo cómo se sufre a sí mismo un ignorante soberbio. De cuantas cosas me cansan, fácilmente me defiendo, pero no puedo guardarme de los peligros de un necio” (Escena Cuarta de “La Dorotea”, 1632).

Puse los pies en el Estado Libre Asociado de Puerto Rico o «Commonwealth of Puerto Rico» en 1954, antes de que mi padre, estancado económica e intelectualmente en la República Dominicana, vigilado por soplones trujillistas y franquistas y recelando las consecuencias de los imprudentes amoríos y conchabamientos de algunos antiguos camaradas dentro del entorno del criminal sátrapa caribeño, comenzara a plantearse seriamente emigrar a la isla vecina. Yo, ajeno a todo ello, llegué de Ciudad Trujillo con mi madre y con mi abuela en viaje de vacaciones.

Había desembarcado en San Juan creyéndome norteamericano. Venía de un colegio cripto-protestante regido por boricuas conversos a todo lo angloamericano, anti-católicos hasta donde el Generalísimo Trujillo y una sabia autocensura les permitían llegar. Gracias a ellos empezaba yo a creer que allá en los Cielos Jehová dispone en inglés bostoniano y los ejércitos angélicos, engalanados de marines, le acatan entonando un coral «Sir, Yessir!«. De aquel protestantismo ácido y norteamericanizante recuerdo con desagrado la imposición de participar en unas obsesivas jornadas de campeonatos o «Field Day«, tediosamente ensayadas, durante las cuales todo el colegio se dividía en dos bandos, rojo y azul, que debían competir en un sinfín de pruebas atléticas y de habilidad a fin de promover el «espiritu de competición» entre el alumnado. Combatí tal adoctrinamiento con técnicas sencillas pero eficaces. Jaleaba a los azules cuando me endosaban una cachucha beisbolera roja y ponían en mis manos un banderín de igual color, mas en cuanto los estupefactos maestros me obligaban a cambiar el disfraz al azul, pasaba a jalear a los rojos.

La no confesada confesionalidad de aquel colegio rozaba lo inconfesable. En cierta ocasión me sorprendió en clase con un rosario entre las manos el mismísimo director y propietario del centro. El que se hacía llamar “School Principal” se había graduado en Matemáticas y tenía la encomiable costumbre de dictarnos personalmente las clases más arduas de esa asignatura. Aunque yo no hacía sino mostrar el objeto de rezo a un compañero, fui reprendido educada pero desdeñosamente por el capitoste. Desde el ostracismo de una esquina del aula, en pie y de cara a la pared, escuché al “Principal” mutarse en misionero para predicar al alumnado que “el rosario no es cosa de hombres sino de afeminados”. Cuando se lo relaté a mi padre no hizo comentario alguno. Era agnóstico, pero siendo respetuoso con las ideas ajenas exigía reciprocidad.  Al día siguiente se entrevistó con el director para explicarle que había combatido en la Guerra Civil de España y allí había visto luchar y morir a hombres de pelo en pecho, sin que tener un rosario al cuello o entre los dedos disminuyese su virilidad. Era un argumento de doble filo. Si el director pasó por algún campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial sabría que existen hombres que se enfrentan a la muerte rosario en mano y debió decirlo. Si, en cambio, permaneció a retaguardia en Puerto Rico mientras sus connacionales se jugaban la vida en cinco continentes, debió callar.

El incidente del rosario fué la gota que colmó un vaso a punto de rebosar. El director pidió disculpas en privado pero no estaba dispuesto a retractarse en público. Hacerlo equivaldría a reconocer la contradicción existente entre sus agrios prejuicios personales y la edulcorada imagen pública de apóstol consagrado a los valores redentores del liberalismo, la enseñanza mixta, el laicismo, el auto?control, el libre albedrío y la democracia americana. Y el colegio ya tenía suficientes contradicciones. Entre ellas desentenderse de los precoces escarceos de jovencísimos alumnos con el alcohol y los amoríos alegando, aunque tuviesen lugar a escasos metros de la puerta, que sucedían fuera de la jurisdicción del centro. O la apenas disimulada satisfacción de tener como alumnos a parientes del Generalísimo Trujillo y establecer vínculos de conveniencia con sus familias. Recuerdo haber sido compañero del hijo menor del dictador, Rhadamés Trujillo Martínez. Era un arrogante niño, adulado en los recreos por una corte de cobistas, que con doce añitos solía llegar al colegio conduciendo su juguete preferido: un Pegaso rojo descapotable, regalo personal de Franco. Tras huír de la República Dominicana después del asesinato de su padre, acabó buscando el dinero “fácil” del narcotráfico.  Murió en 1994 torturado y ajusticiado por la cúpula del Cartel de Cali que lo acusaba de haber informado a la policía panameña de varias tentativas frustadas de envíar masivamente cocaína a España, Rusia y EE.UU. a través de la comercializadora de café propiedad de un amigo suyo.

Como anticipó Lucky Luciano al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el narcotráfico se ha convertido en la actividad ilegal más rentable de nuestro tiempo. Es un instrumento económico, político y social cuyo verdadero alcance e implantación no han sido desvelados. Allá por 1970, una de mis hermanas estaba matriculada en un elitista colegio de Madrid. Cuando comprobó lo fácil que era conseguir drogas en dicho lugar, decidió denunciar el hecho. Fue acusada de mentir y se le indicó que debía aportar pruebas en vez de rumores. Mi hermana se tomó el trabajo de reunir algunas dosis de hachís en días lectivos. En vez de investigar y tomar medidas, el elegante centro distribuyó una carta que comenzaba diciendo, más o menos, lo siguiente: “También a la católica España ha llegado la maldición de las drogas, es por eso que los padres de familia deben permanecer en constante vigilancia…”. Años después ayudé a vaciar un piso cerca de la que entoces se llamaba “calle del General Mola” y aún me impresiona recordar a los pequeños automóviles del completísimo “scalextric” del benjamín de la casa, repletos de barritas de “chocolate” cuidadosamente envueltas en papel de plata.  Si lo que digo parece no impresiona, me atrevo a sugerir la lectura de “La Agenda de los Amigos Muertos”, de la periodista española Raquel Heredia (Editorial Plaza y Janés, 1998) o ver en YouTube “Drugs Inc: Zombie Island”, un documental de National Geographic sobre la drogadicción en Puerto Rico.

Aprovechando el cese del bloqueo internacional organizado por las potencias aliadas, mis padres se apresuraron a sacarme de la República Dominicana, enviándome a estudiar a España. Me convirtieron así en el fauno remoto que soy, condenado de por vida a buscar sus raíces en personas y lugares que se han hecho extraños o dejaron de existir. Pero también me dieron, sin realmente pretenderlo, horizontes nuevos en el encuentro con una congregación católica cuyo carisma es la enseñanza: los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Su fundador fué un aristócrata de Reims, Jean-Baptiste de La Salle, que comprendió tempranamente que permanecer cruzados de manos ante la pobreza y la ignorancia, aunque no falten quienes aprovechan ambas para disponer de trabajadores dóciles y baratos, conduce a la catástrofe.

En España, los llamados familiarmente “Hermanos de La Salle”, pese a la persecución religiosa de la II República y al pacato franquismo que siguió, mantuvieron sus tradiciones francesas, sobre todo el compromiso con las clases sociales más desfavorecidas, la capacidad de actualizarse, y el respeto a la personalidad de cada alumno. Aún habiéndola sufrido en sus carnes, jamás oí a mis profesores lasalianos hablar mal de la Segunda República española. Se sabía, eso sí, que el más brillante de ellos, el Hermano Pedro, erudito en literatura del Siglo de Oro, usaba una poblada barba para disimular la profunda cicatriz que le habían causado los milicianos colgándolo una y otra vez del cuello en repetidos simulacros de ahorcamiento. O que el Hermano Hipólito eligió tal nombre  en religión -“Caballo de Piedra”- porque, condenado a muerte, aguardó día tras día a los ejecutores que nunca llegaron, jugando al ajedrez con piezas que él mismo esculpió en miga de pan y destacando entre los demás prisioneros por su hábil movimiento de caballos sobre los escaques. Fue casualidad, si existen las casualidades, que Paco Luis Doménech, condiscípulo y amigo del Colegio Lasalle Maravillas, cumpliera sus prácticas de médico interno en el Hospital Clínico de Madrid cuando agonizaba allí el Hermano Pedro, a quién admiraba sobremanera, teniendo así ocasión de acompañarlo en sus últimos momentos.

La impronta que no logró dejarme aquel angloevangelismo criollo, más amigo del Club Rotario que del Santo Rosario, me fue cumplidamente impuesta por el cine. Las películas de Hollywood, en versión original, pasaban con enorme éxito de público por las salas de exhibición dominicanas -Elite, Olimpia, Santomé, Rialto- a razón de dos o tres estrenos por semana. Los domingos no podían faltar las matinés infantiles cuyos seriales («Flash Gordon«, «Superman«, «Las Aventuras de Sir Galahad«, «El Reino Submarino«, «El Llanero Solitario«…) eran siempre bienvenidos aunque tuviesen diez o más años de antiguedad.  Eventos como el trigésimo aniversario de la Metro Goldwyn Mayer eran celebrados con una cornucopia de celuloides («Siete Novias para Siete Hermanos«, «Mi Amor Brasileño«, «Brigadoon«, «La Última Vez que Ví París«…) que nos acostumbraban a ver con ojos anglos no ya mundos ajenos, sino incluso el propio. Los filmes en lengua española, técnicamente modestos, quedaban relegados para el consumo de las clases sociales menos pudientes, más iletradas o menos blancas -acuarteladas en las salas de los teatros Capitolio, Independencia o Max- si bien las películas de Cantiflas y alguna producción española como «Balarrasa» –del magistral segoviano José Antonio Nieves Conde- escaparon de la judería cinematográfica en compañía de joyas en otro idioma cual «Arroz Amargo» y «Rashomon«.

Pero las millas y millas de celuloide americano por las que discurrió mi niñez de nada sirvieron en aquel viaje inaugural a San Juan de Puerto Rico cuando un obeso oficial gringo de inmigración, entronizado en mitad del puerto en una ridícula mesita Chippendale, decidió mantenernos alineados en el muelle bajo un sol de Mío Cid, mientras escudriñaba con displicencia, uno por uno, nuestros pasaportes y certificados de vacunación, a la sombra, claro está, de su inmenso parasol.

Descubrí aquel día que, por alguna oscura razón del destino, no soy norteamericano. A partir de esa efeméride dejé de ser rubio y mis cabellos comenzaron a tomar ese tono sombrío de las incertidumbres. En cuanto a mis ojos, antaño transparentes, se han coloreado de marrón o verde en función del estado de ánimo o de cómo incide la luz en ellos. Hay que acercarse y observar atentamente para apreciarlo. De lo cual me alegro porque en la Galicia rural creen que quienes tenemos mirar bicolor portamos una «fada» o maldición que induce a la licantropía. Los años trabajados en un sector minero de la Administración española que ignoraba la meritocracia o la ejemplaridad y cuyos más torpes representantes todavía siguen recibiendo medallas, cargos y honores, me han convencido de que no son precisamente los lobishomes quienes dañan a un país. San Francisco de Asís, por boca de Rubén Darío («Los Motivos del Lobo«, Mundial Magazine, París, 1913), se hizo cargo de las razones que empujaron al legendario lobo de Gubbio a recobrar su ferocidad y volver al merodeo: «en todas las casas estaban la Envidia, la Saña, la Ira, y en todos los rostros ardían las brasas de odio, de lujuria, de infamia y mentira. Hermanos a hermanos hacían la guerra, perdían los débiles, ganaban los malos«…

Aunque en mi americanizante colegio dominicano no hablaban de esas cosas, tuve ocasión de conocer la segregación racial en el Miami de 1949, donde las personas de raza negra viajaban sin hablar en la parte trasera de los autobuses. Recuerdo la señalización de los cuartos de baño reservados para ellos en los locales del Miami Shopping Center de la calle Flagler. En quienes llegábamos de países mestizos, aunque practicásemos una discriminación soterrada, el estado de Florida, con su racismo y linchamientos, producía una extrañeza apenas abotargada por los rituales del consumismo. La segregación ya no existe, pero para adquirir un departamento en algunos condominios muy exclusivos de Miami-Dade County es preciso recibir el vistobueno de los demás condómines. El candidato a propietario debe redactar una carta de presentación con fotos familiares y, si la solicitud progresa, entrevistarse en compañía de sus hijos, si los tuviere, con una representación de los propietarios. Normalmente, a una familia sin las suficientes dosis de pijez, le resultará difícil sortear los filtros que aplican en ese tipo de complejos residenciales, no se sabe muy bien si para poner coto a los narcotraficantes, a la vulgaridad o a la morenez. En 1966 me tocó sufrir algo parecido en Madrid. Finalizada mi carrera de geólogo, decidí beneficiarme de los incentivos que para fomentar la emigración a Sudáfrica, paraíso de la minería, había establecido el Gobierno de Pretoria. Todo iba sobre ruedas hasta el día en que mi dossier llegó a manos del Cónsul sudafricano, el cual advirtió que mi madre había nacido en la República Dominicana. Procedió entonces a darme cita en una discreta oficina de la madrileña Plaza de Colón alegando que debíamos revisar juntos la documentación que había ido presentando. En realidad sólo pretendía rastrear las vidas de mis abuelos. Al indicarle que la madre de mi madre era cubana y su madre también, todo mi expediente de emigrante quedó paralizado. El Cónsul me anunció secamente: «a menos que justifique Vd. con documentos que su abuela es de raza blanca pura, no podrá viajar a nuestro país«. De haberle revelado la imagen inolvidable de «Niña Matilde», mi bisabuela, allá en su caserón de Nuevitas, con el turbante blanco digno de un pase de modelos de la ñáñiguería yoruba, fumándose un sorullo congo y columpiándose en su mecedora sin dejar de dar manotazos a la cotorra tiñosa que se obstinaba en meter la cabeza en su vaso de aguardentón de cachaza, es seguro que el funcionario-ario hubiese vomitado. Pero opté por guardar silencio y salvar a la gran nación austral de mi ascendencia negroide. Lejos andaba aquel Cónsul de saber que tropas expedicionarias de Cuba en Angola (1975-91), con un tío abuelo mío al frente, aplastarían al ejército de su país, obligando a los Afrikaners a una desbandada que, de no estar los norteamericanos al quite, hubiese terminado en invasión fidelista del norte de Namibia. El humillante repliegue se saldó, en última instancia, con el desmoronamiento del gobierno supremacista blanco y el fin del Apartheid. Nunca he lamentado no poder vivir en Suid-Afrika. Como bien dice el refrán mexicano: «de mejores casas nos han corrido«.

El San Juan de 1954, aunque más pobre, superaba a una Florida que aún no era refugio de haitianos e hispanos, en humanidad y simpatía. Nada más llegar a la céntrica Plaza de Colón mi madre y mi abuela decidieron explorar la ciudad y tomar la guagua de Río Piedras, cuya ruta era más larga que ninguna. A bordo viajábamos, amablemente confundidos, blancos, negros y mulatos. Al pasar por el distrito comercial del barrio de Santurce, allá por la Parada 17 de la Avenida Ponce de León -banderas gringas y boricuas ondeando en multitud de lugares- me llamó la atención descubrir a una  abigarrada y bulliciosa multitud amontonándose en pequeños mostradores y puestos de fritura que anunciaban alcapurria, pastelillos, masitas de cerdo y piononos o saliendo y entrando de grandes almacenes norteamericanos con nombres gallegos, y me causó envidia pensar que ninguna de esas gentes podría ser molestada por el estreñido funcionario de inmigración apoltronado bajo el parasol del puerto. Eran, por nacimiento, los privilegiados ciudadanos de la nación más poderosa de la Tierra. Esa fué, precisamente, la impresión que Franklin Delano Roosevelt quiso darnos. Que al desfilar ante los túmulos de «González Padín Department Stores» o de «Almacenes Velasco» nadie osara calarse el chapeo y ejercitar el cervantino «fuése y no hubo nada»  desconociendo «esta máquina insigne, esta riqueza«.

Fué a lo largo de aquel trayecto en guagua cuando descubrí el primero de los llamativos murales que luego vería, con mayor grandiosidad, en los cines de la Gran Vía madrileña, en cuyas fachadas floreció un arte efímero y perdido de pintores republicanos que malvivían diseñando espectaculares lienzos que montaba un taller de la calle Leganitos. En el Santurce sanjuanero una Marilyn Monroe, opulenta pese a la bidimensionalidad del contrachapado, nos invitaba a subir a su balsa para despeñarnos con ella por los rápidos de un heraclitano «Río sin Retorno«. La verdadera Marilyn, la de los versos de Ernesto Cardenal («Oración por Marilyn Monroe«, 1965), hubiese preferido navegar aguas arriba, hacia el amor eterno que descubrió Julia de Burgos en las fuentes del Río Grande de Loíza. El «River of No Return» había sido altamente desaconsejado por los guardianes de la moral y me quedé sin verlo. Se trataba de una película en «CinemaScope«, novedad consistente en una filmación con lentes anamórficas cuyas imágenes se descomprimían en un formato, más largo que ancho, que requería grandiosas pantallas cóncavas inexistentes en las salas de Ciudad Trujillo. El sistema se inició en 1953 con «La Túnica Sagrada«, un memorable peplum bíblico. Gracias al CinemaScope, aseguraba desde su sección de cine en la habanera revista «Carteles» un jovencísimo Guillermo Cabrera Infante: «Victor Mature llora lágrimas del tamaño de pelotas de béisbol «. Mayores lágrimas debieron llorar los infortunados espectadores, inermes durante dos largas horas ante las lacerantes dotes de actor de «Cara de Cartón» Mature.

Un dúo de líderes de gobiernos autónomos peninsulares, el vascuence Juan José Ibarretxe Markuartu y el catalán Artur Mas i Gavarró, una especie de reencarnación estereofónica de Don Juan Ponce de León, han descubierto la milagrosa Fuente del Eterno Federalismo en la Arcadia de playa, maracas y ron, que ellos confunden con Puerto Rico. Me temo que ambos personajes saben menos del lugar cuyo estatuto político quieren copiar que sus primitivos pobladores. Hace veintitrés siglos los indios tahínos ya conocían perfectamente la posición geográfica de Puerto Rico o «Borinquen», si no por otra razón, porque las buenas piraguas oceánicas eran muy costosas y no podían permitirse el lujo de navegar, como hacen nuestros políticos, ignorando de donde vienen y adónde se dirigen.

En beneficio de cuantos prefieren el mapa autonómico de su pueblo al mapamundi, cabe aclarar que «Puerto Rico» es, en puridad, un archipiélago que integran la isla principal de ese nombre, la isleta donde se alza San Juan y los islotes de Vieques, Culebra, Caja de Muerto, Desecheo, Mona y Monito, además de un sinfín de cayos y peñones. Y también debe aclararse que el citado archipiélago permanece firmemente anclado en los EE.UU. desde que Nelson A. Miles, uno de los mejores generales norteamericanos, participante destacado en prácticamente todas las acciones militares importantes de su país entre 1861 y 1898, desembarcó en Guánica el 25 de Julio de 1898, festividad de Santiago Apóstol, para arrebatarle a España su colonia menos conflictiva.

Decía mi padre, con incorrección política de un signo, que Puerto Rico es el único país que celebra su propia invasión y ocupación militar como una «liberación». Constata esa extendida actitud el nacionalista boricua Eugenio Martínez Rodríguez: «en una clase de periodismo se me pidió que no hablara de la invasión sino de la llegada de Estados Unidos, para que no resultara incómodo a las personas«. Pero asimismo recordaba mi padre, con incorrección política de signo opuesto, que «la guerra hispanoamericana fué la última que se libró entre caballeros» («Los Años Decisivos«, Sociedad Española de Auxilio Mutuo y Beneficencia de Puerto Rico, San Juan, 1998).

Pocos españoles recuerdan a estas alturas al general Nelson Appleton Miles, conquistador de Puerto Rico y pacificador definitivo del Oeste americano. Salvo los muy cinéfilos. El antiguo dependiente que entró en el mundo de las Armas pagándole clases nocturnas de milicia a un ex-soldado francés, aparece en algunos celuloides del cine mudo. Su indiscutible heroismo no borró la imagen de “chusquero” ambicioso, ególatra y lenguaraz, que le pasaría factura con los oficiales de West Point y los petimetres de Washington. Fue precisamente en dicha capital donde falleció de un infarto en 1925, de pie en el primer tiempo del saludo, cuando rendía homenaje al himno nacional que abría el espectáculo de circo al cual había invitado a sus nietos. En “Soldado Azul” se recuerda la capacidad del general para decir lo que todos pensaban pero nadie se atrevía a decir. Este conocido filme, dirigido por Ralph Nelson en 1970, recoge la matanza de Sands Creek (Colorado) donde, el 29 de septiembre de 1864, John Chivington, descerebrado predicador de biblia y revólver, reciclado como coronel de voluntarios, provocó una sádica carnicería de indios pacíficos, la mayoría de ellos mujeres y niños, cuando se hallaban bajo la protección de las banderas blanca y norteamericana. La película, filmada un año después de hacerse pública la matanza de My Lai (Vietnam del Sur, 1968), mantiene toda su vigencia. Al final del filme, mientras la cámara recoge en un travelling la desolación del campamento indio calcinado, una voz en “off” recuerda las palabras del General Nelson A. Miles, a la sazón Jefe del Estado Mayor del Ejército, cuando le comunicaron los detalles de la masacre: “es el crimen más abyecto e injusto en toda la Historia de los Estados Unidos” (“the foulest and most unjust crime in the annals of America”). Algunos han querido ver en los expeditivos métodos de Miles el origen de otra lamentable matanza, la de Wonded Knee (Dakota del Sur, 29 de diciembre de 1890). Miles era muy severo y sus drásticas decisiones pueden parecer injustas, pero luchar contra los indios lo aproximó a ellos. A pesar de los prejuicios raciales se hizo perfectamente cargo de la difícil tesitura de los pieles rojas y nunca temió denunciar, dañando irremisiblemente sus propias aspiraciones políticas, el incumplimiento por parte del Congreso de los desventajosos tratados que -son palabras suyas- “los indios se veían obligados a firmar”, entrando así en ell ciclo de violencia que comenzaba con una vida miserable y desasistida, continuaba con hambrunas que empujaba a las tribus al saqueo y terminaba con la represión genocida de los blancos.

En 1952, el día en que se cumplían cincuenta y cuatro años de «la llegada» norteamericana, Puerto Rico pasó a convertirse en «Estado Libre Asociado» de los Estados Unidos de América. Esta asociación, formulada en español palmario, ha sido traducida de forma calculadamente ambigua con el norteamericanismo: «Commonwealth of Puerto Rico«, ajeno al nexo político que su homónimo británico designa. Bajo el comúnmente llamado «E.L.A.», Puerto Rico dispone de autonomía para manejar asuntos locales que no se rigen por la Constitución norteamericana, pero sin derecho a constituírse en entidad independiente ni a ser uno de los 50 estados cuya unión federal crea los «Estados Unidos de América». A pesar de ello forma parte de esa unión y su legislación busca ser compatible con ella. La forma de gobierno adoptada para Puerto Rico es la republicana, con un gobernador elegido democráticamente por mandatos renovables de cuatro años, que desempeña funciones de Jefe de Gobierno del E.L.A., reservándose el presidente de EE.UU. las de Jefe del Estado. El Gobernador encabeza el Poder Ejecutivo, hallándose el Legislativo debilitado por su doble dependencia de un Senado y una Cámara de Representantes. Español e inglés son las lenguas oficiales, con primacía de la primera. Aunque desde 1917 sean ciudadanos norteamericanos -derecho no constitucional susceptible, en teoría, de revocación- los puertorriqueños no pueden votar en las elecciones presidenciales norteamericanas sin estar domiciliados en un estado de la Unión. Excepto aquellos que trabajan para el gobierno estadounidense, los residentes en el E.L.A. están exentos de pagar impuestos al fisco federal pero deben cotizar al Departamento de Hacienda autonómico. Todos los puertorriqueños tienen la obligación de servir en las Fuerzas Armadas de los EE.UU. cuando una situación de emergencia lo requiera y hasta 1973 -año en que el Presidente Nixon interrumpió, sin suprimirlo, el servicio militar obligatorio- eran llamados regularmente a filas. La Defensa del E.L.A. es privativa del Gobierno Federal, que controla las comunicaciones y se reserva el derecho a designar unilateralmente áreas defensivas en tierra, mar o aire. Puerto Rico está representado en Washington por un «Comisionado Residente» ante el Congreso, que puede emitir su voto cuando se reúne el Comité de la Totalidad, no estando autorizado a hacerlo en asuntos donde su voto pudiese tener «poder decisorio». El diálogo social se halla regulado por EE.UU. Aunque posee bandera e himno propios y compite en Olimpíadas y algunos certámenes como nación separada, la representación exterior de Puerto Rico permanece en manos de Washington, que no autoriza la existencia de flota mercante o aviación comercial bajo pabellón puertorriqueño, ni delega su control sobre inmigración y aduanas. El correo depende del Servicio Postal de los EE.UU. y la moneda legal es el US dollar, cuya única concesión localista son las monedas de veinticinco centavos -conocidas como «pesetas» en las Antillas- en cuyo envés se conmemora periódicamente la individualidad de cada estado y de las cinco dependencias de la Unión (Puerto Rico, Guam, Islas Marianas del Norte, Samoa Americana, e Islas Vírgenes Americanas), tres de las cuales tuvieron que ver con España. Mientras en los edificios oficiales del E.L.A. la bandera puertorriqueña siempre debe estar flanqueada por la norteamericana, en los edificios federales ésta debe ondear en solitario.

En el año 2012 el Comité de Descolonización de las Naciones Unidas ha ratificado por decimotercera vez «el derecho de Puerto Rico a la autodeterminación e independencia«. Desde 1972 dicho Comité ha aprobado 30 resoluciones y decisiones sobre la situación colonial del territorio. En Puerto Rico se han celebrado cuatro plebiscitos -en 1967, 1993, 1998 y 2012- a fin de sondear las preferencias del electorado en torno al futuro político de la isla y sus dependencias. Estas consultas no son vinculantes porque cualquier modificación del estatuto político del territorio está exclusivamente en manos del Congreso de los EE.UU. Las opciones sometidas a votación eran : (a) mantener el status quo del E.L.A.; (b) integrarse definitivamente en los EE.UU. como «estado 51»; (c) acceder a la independencia como estado soberano; (d) considerar “un estatuto nuevo y distinto” para el territorio (opción añadida en 2012). Los resultados que mostraban una tendencia creciente del apoyo a la «estadidad» y un descenso del independentismo hasta niveles casi testimoniales, quedaron en entredicho con la absurda conclusión del plebiscito de 1998 -mal formulado por un Gobierno «estadista»- en el cual los votantes rechazaron simultáneamente (a), (b) y (c).  Tras la consulta efectuada el 6 de noviembre de 2012, una mayoría de votantes muestra, por primera vez, su claro apoyo a la unión total de Puerto Rico a los EE.UU (61,82% votó por ser un Estado más de los EE.UU.; 32,98% por mantener la actual situación; 5,29% por acceder a la plena independencia)

El Gobierno de Cuba ha sido, tradicionalmente, el gran valedor de la independencia puertorriqueña, no sólo a través de los foros internacionales sino concediento asilo político a nacionalistas boricuas o designándolos para cubrir puestos políticos cubanos. La Habana mantiene una «Misión de Puerto Rico en Cuba» -estudia abrir otras misiones en México y en países de la órbita bolivariana- que sirve de base a las actividades del «Movimiento Independentista Nacional Hostosiano de Puerto Rico» (M.I.N.H.), presente en Puerto Rico como «organización política no electoral«, una fórmula apropiada para disculpar la escasez de votantes. El apoyo al soberanismo boricua es, en el fondo, una batalla más en la guerra soterrada que mantienen los servicios de inteligencia de Cuba y los EE.UU. Empero, el dogmático y apergaminado comunismo cubano, capaz de traer añoranzas de casi cualquier Capitán General de Cuba Española, está lejos de alcanzar los niveles de bienestar conseguidos por el E.L.A. pese unos logros médicos indiscutibles.

Todavía disparaban los soldados españoles sus últimos cartuchos en Baler cuando Rudyard Kipling, el gurú anglobíblico, incitaba a los norteamericanos a seguir la senda imperial de Gran Bretaña y arrogarse en Filipinas la dura «carga del hombre blanco» en unos versos que a Theodore Roosevelt le parecieron ripiosos pero que aprovechó para sus cabildeos en Washington («The US and the Philippine Islands«, R. Kipling en McClure’s Magazine, Febrero de 1899). Pocos poemas necesitaba el compasivo pueblo americano para apoyar la benéfica ocupación de unos territorios cuyos habitantes, según les contaban, fueron durante siglos víctimas del desgobierno, el atraso y la crueldad propias de España, yaciendo postrados en la ignorancia e indigencia más penosas, incapaces de gobernarse por sí mismos y en espera de ayuda, civilización y cristianismo. No es sencillo calibrar cuánto recibió de estas tres cosas el taxista que en 1969, a la sombra de las murallas del Castillo de San Cristóbal, la mayor fortaleza de nuestro católico imperio, se volvió para preguntarme en su lengua materna, que también era la mía: «Oiga, ¿Es verdad que los españoles estuvieron en San Juan antes que los americanos?«.

Con la repatriación de los últimos soldados españoles, Estados Unidos entró en la Historia inaugurando lo que se ha llamado «el Siglo Americano«. El botín de la Guerra Hispano?Americana fué gestionado con pragmatismo: se anexionó lo anexionable (Puerto Rico y Guam); se retuvo lo retenible (Filipinas e Isla de Pinos); se abandonó, amansándolo, lo inaprensible (Cuba) y se gibraltarizó lo gibraltarizable (bahías de Subic y Guantánamo). Culminaba así con creces el «Destino Manifiesto» de la Nación Americana: el derecho a prevalecer, creciendo y expandiéndose por las Américas. Una Fé imperial que había cambiado los matices pesimistas de Rudyard Kipling por una profesión de optimismo: ¿Acaso puede nadie aspirar a recibir mayor gracia divina que la sacrosanta protección de la bandera de las barras y las estrellas? En los territorios desgajados de España en el 98 la llegada de esa Fé produjo una admiración ciega por todo lo norteamericano, e incluso un sentimiento de vergüenza ante la «inferioridad» de la cultura propia. Era el vértigo de cruzar la línea horaria de dos tiempos que los filipinos han llamado con humor «cuatrocientos años en un convento y cincuenta años en Hollywood«.

El dogma del «Destino Manifiesto» condujo al ejercicio del hegemonismo en lo que comenzaba a conocerse como el «patio trasero de los EE.UU.». A la «Doctrina Monroe» (1823), formulada para prevenir nuevas intervenciones coloniales europeas en el continente americano, siguió el «Corolario Roosevelt» (1904), que prohibía a las naciones europeas inmiscuirse en la política interna o externa de las iberoamericanas, debiendo delegar la resolución de sus litigios en EE.UU. A partir de la victoria de 1898 el tradicional expansionismo norteamericano, ora iluminado, ora hipócrita, pero siempre respetuoso de la constitucionalidad a la hora de integrar nuevos territorios en de la Unión, dejó de andarse con miramientos y devino colonialismo a secas. EE.UU. se embarcó así en la construcción de un rentable imperio, tan cercano al de otras potencias de su tiempo como alejado de los fundamentos de la nación americana. En pos de los territorios que fueron de España vendrían nuevas adquisiciones.

Como expresaba subliminalmente un emblema coetáneo, el de las pinturas Sherwim-Williams, los Estados Unidos de América no ocultaban su vocación de «cubrir la tierra«. El gran artífice de este proceso fué el Presidente «Teddy» Roosevelt, el héroe americano de la Guerra de Cuba, un intelectual culto y refinado en su vida privada, que adoptó una dura imagen pública de «macho alfa» y eligió la fuerza para tranformar a EE.UU. en árbitro, no ya continental, sino mundial. Su lema -que dijo haber encontrado en un inencontrable libro sobre Africa? era «no alces la voz pero ten siempre preparado un buen garrote«. Con semejante premisa, mal podían esperar las naciones iberoamericanas del «patio trasero» un diálogo de igual a igual. Las normas establecidas eran claras, como aprendió Colombia cuando le fué amputada Panamá al cuestionar las condiciones de la obligada construcción de un canal a través de su territorio. México, las Antillas Mayores y Centroamérica sufrieron a su vez «garrotazos» tutelares que iban desde mesuradas represalias a desproporcionadas ocupaciones militares e intervenciones aduaneras y bancarias con las cuales se pretendía proteger inversiones, cobrar deudas, velar por las vidas y haciendas de los norteamericanos, derrocar gobiernos desfavorables o, simplemente, poner freno a las intromisiones de la architemida Alemania del káiser.

 

(Figura 1).- Distintivo de la empresa de pinturas “Sherwin-Williams” y sus elementos integrantes. Diseñado en 1895 por George W. Ford, se oficializó en 1905 y fue patentado en 1906. Coincide con el período de expansión “imperial” de los EE.UU. y, de alguna forma, plasma el estado de ánimo norteamericano en aquellos años. Muy apropiadamente, la pintura recubre los territorios españoles ocupados por los EE.UU. en 1898 (la parte visible del globo terráqueo muestra crudamente a Europa y Africa). En la actualidad este histórico logotipo se ha convertido, pese a mostar los colores nacionales, en “incorrecto” ya que suele asociarse con imágenes de contaminación, vertidos tóxicos, mareas negras, deterioro ambiental, etc. (tomado de “A Revamp of the Sherwin?Williams Logo”, Rick Barrack en http//www.fastcodesign.com).

Recién llegado a España, en aquella conjunción de posguerras que llamaron «autarquía», tuve ocasión de recibir una lección que «Teddy» Roosevelt no habría echado en saco roto. Visitando a mis parientes en una aíslada región montañosa del oeste de Asturias fuí invitado a una extraña atracción de feria. Un campesino había capturado a un lobo adulto y ganaba algún dinero paseándolo por las aldeas. Buscaba un prado donde levantar su carpa y, apoyado en el garrote que le servía de cachava iba aguardadando a la entrada a que que el entoldado se llenase de público. El lobo, encadenado en corto a un pilote, aunque enflaquecido, era de cierta envergadura y en sus ojos, como brasas anaranjadas, las ascuas del odio infudían miedo. Cuando el campesino consideraba que había quorum, comenzaba el espectáculo, que consistía en propinarle una monumental tunda de palos a la fiera. El lobo erizaba los cabellos del lomo y recibía desafiante los estacazos. Al final, sudoroso el maltratador y paticojo el lobo, terminaba aquella paleolítica escena y salíamos todos en silencio de la carpa. Algo más de un año después, leí en un pequeño recuadro del periódico «Pueblo» esta noticia: «ha sido internado de urgencia en el Hospital Provincial de Asturias un feriante que exhibía por los pueblos a un lobo cautivo. En un descuído el animal rompió sus ataduras y atacó a su dueño infiriéndole gravísimas mordeduras que hacen temer por su vida. El lobo ha huído a un bosque cercano donde la Guardia Civil lleva a cabo una batida para darle caza«. La moraleja de esta anécdota es que valerse de un buen garrote puede reportar alguna ventaja, a corto plazo, a quién lo emplea, si bien el uso continuado de dicho artilugio constituye un factor de riesgo. Desgraciadamente para los sucesores de “Teddy” Roosevelt ya no tenemos Guardia Civil en Cuba para perseguir a la familia Castro y a sus acólitos por la manigua…

Los Dientes del Tigre Portugués o El Hombre que Enamoró a Lady Edwina (7)

Otra noche más que no duermo,

Otra noche más que se pierde,

¿Qué habrá tras esa puerta verde?,

¿Qué habrá tras esa puerta verde?

¿Qué habrá?…

 («La Puerta Verde», Los Llopis,

grupo de rock cubano, 1958)

No está de más rememorar la división administrativa del que fuera Estado Português da Índia, al cual solía aludirse con el prosaico acrónimo «E.P.I.». Aquella exótica posesión, principio y fin del señorío luso sobre Oriente, abarcaba tres distritos aíslados, subdivididos, como el Portugal metropolitano, en concejos y parroquías. Read more »

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