«Los Dientes del Tigre Portugués y el Hombre que Enamoró a Lady Edwina» (1)
<Redenção>
«Goa Bela!
Olha os Gates em chama!
Olha a crista revolta
que se inflama!
Andam tigres à solta
nos bosques de Bengala.
É a Índia que te fala!
É a India que te chama!»
Adeodato Barreto, 1932
(«¡Goa Bella!
¿No ves los Montes Gats en llamas?
¿No ves inflamarse la cumbre rebelde?
Acechan en libertad los tigres
Por los bosques de Bengala
¡La India está hablándote!
¡La India está llamándote!»)
En 1968 me encontraba en Puerto La Cruz, Venezuela. Se trata de una ciudad turística de hermosas playas e inigualables puestas de sol entre pequeñas islas costeras. En aquellos años contaba con unos 60.000 habitantes. No era todavía el Benidorm tropical, devorador de limítrofes pedanías, donde, entre puertos deportivos, pistoleros y rascacielos, se hacinan hoy más de 500.000 personas. Residía yo entonces en un «campamento», situado en primera línea de playa, al este de la Bahía de Guaraguao, propiedad de Mene Grande, filial venezolana de la Gulf Oil Company. Un gibraltar de confort en medio del aluvión humano de la refinería y el puerto petrolero adyacentes que eran imán para medio mundo: hindúes de Trinidad, holandeses de Curazao, exiliados vascos, venezolanos del delta del Orinoco… Tras verjas disimuladas por exhuberantes enredaderas, entre cuidados céspedes y simétricas arboledas, se extendían los chalets de los empleados de la Gulf, la residencia para visitantes, una escuela norteamericana, el «Country Club«, piscina, playa privada, embarcadero, instalaciones deportivas, equipos de generación eléctrica, etc.
La residencia de invitados, consistía en un largo bungalow de aposentos adosados a los cuales se accedía por una gran veranda común. Cada pareja de aposentos compartía un refrigerador colocado al exterior entre sus puertas. Mi afición a los jugos de fruta de la marca «Carabobo» data de aquella época y la parte de nevera que me correspondía estaba casi siempre repleta de latas, sobre todo de jugo de guanábana, mi favorito. Un buen día encontré a mi vecino, un portugués, bebiéndose la zumoteca. Había creído que era gentileza de la compañía y al comprender su error, se disculpó, invitándome a un trago de desagravio en el bar del «Country«. Fué así como conocí a Zé Ferreiras.
Zé Ferreiras era azoriano pero hacía años que trabajaba como capataz para la filial de Gulf en Cabinda, un enclave de 7.823 km2 entre los dos Congos, antiguo protectorado que fué integrado en la colonia portuguesa de Angola. En 1966 CABGOC (Cabinda Gulf Oil Company) descubrió en aguas de Cabinda uno de los mayores campos petrolíferos del mundo, en explotación desde 1968. A fin de disponer de personal que comenzase a capacitar a los trabajadores africanos CABGOC envió a las instalaciones de Gulf en Puerto La Cruz y Maracaibo a un grupo de técnicos portugueses para formarlos en la gestión de instalaciones portuarias y plataformas de producción. Los cuatro técnicos del grupo -Fraga, Maceira, Donovan, con Zé al frente- eran mis vecinos de bungalow. No tardamos en hacernos amigos y comenzamos a compartir los ratos libres.
Sólo yo llamaba «Zé» -fué voluntad suya- a José Ferreiras pues sus subordinados se dirigían siempre a él, respetuosamente, como «Senhor Ferreiras«. Era más que cuarentón y de alguna corpulencia pero musculoso y envuelto en una ceremoniosidad portuguesa que enmascaraba su autoritarismo y un punto de ruda tosquedad. Ninguno de los otros tres empleados de CABGOC alcanzaba la treintena.
Fraga era de corta estatura, moreno y velludo. Venía de Trás-os-Montes y su mayor orgullo era haber sido chófer de Madalena Iglésias, una cantante melódica que alegraba con sus intervenciones los festivales de Benidorm, de la Canción del Mediterráneo o el Hispano-Portugués de Aranda de Duero. Lisboeta de Santa Catarina, Madalena compitió en Eurovisión en 1966 representando a su país con la canción «Ele e Ela«. Fué popular en España, por su buena voz, bilingüismo y parecido físico con Soraya de Persia. Desde San Cugat del Vallés, donde vive actualmente, ha soliviantado a los guardianes de las esencias al afirmar: «debo mi carrera en el Extranjero a los españoles, mal que le pese a nuestro patriotismo«. Fraga debió renunciar a conducir a su idolatrada cantante por los estrechos senderos peninsulares de la fama para irse a servir a la patria en Angola. Prefiriendo ser «comando» antes que «recluta», se enroló en los grupos de operaciones especiales. Cuando le tocó licenciarse optó por permanecer en Luanda, donde fué contratado por la CABGOC. Simpático y extrovertido, las tensas jornadas desactivando minas a punta de bayoneta en los senderos de la selva, o sorteando emboscadas entre matorrales de capim no parecían haber hecho mella en su recio vitalismo de campesino transmontano.
Maceira era un muchacho de ojos claros, rubianco y espigado, siempre impecablemente vestido. Angolano de tercera generación había nacido en Lobito, una hermosa villa portuaria 734 km al sur de Luanda. Era la ciudad más cosmopolita, mestiza y rica de la colonia, lugar preferido por los portugueses adinerados para establecerse o mantener una segunda casa en el refinado barrio residencial de Restelo o en la animada zona de playa y vida nocturna de Restinga. Salida natural para los minerales de Katanga y una serie de materias primas locales no menos vitales para la economía occidental, la ciudad estaba suficientemente guarnecida como para que la guerrilla no osara alterar el discurrir complaciente de sus días. Maceira era el único hijo de una familia influyente. Se desenvolvía en inglés pero no quiso emprender estudios superiores. Hablaba lo justo –en lo cual hacía muy bien– y no se esforzaba por ocultar su elitismo. Tras cumplir el servicio militar en un cómodo puesto administrativo su familia le ayudó a conseguir trabajo en CABGOC, en una idílica Cabinda cuyas infraestructuras petrolíferas protegían los norteamericanos. En una conversación privada con el que fuera Vice-Presidente de Exploración de la Gulf Oil Company, Hollis D. Hedberg, recién llegado de Lisboa tras revisar los términos de las concesiones de su compañía, el insigne geólogo y profesor de Princeton comentaba, entre la admiración y la incredulidad, el singular empecinamiento de las autoridades portuguesas en que se considerase a Cabinda tan lusitana como Aveiro. También él había sucumbido, como el protagonista de un curioso filme de propaganda salazarista, ante el «Hechizo del Imperio» (António Lopes Ribeiro, 1940).
Aunque Patrick Donovan Fernandes había nacido en Goa, la joya del Estado Portugués de la India, emigró con sus padres a Lourenço Marques, capital de Mozambique, con doce años de edad. Desde 1955 las posesiones lusas sufrían el bloqueo de la Unión India y los comerciantes goeses se vieron obligados a sustituir a Bombay, el tradicional centro de negocios, por la metropoli y, sobre todo, por Angola y Mozambique. La ocupación india de Goa, Damão y Diu en 1961 puso fin abruptamente a casi quinientos años de historia portuguesa en la región. Donovan, parte de esa historia, era un joven atractivo y atezado, que mezclaba las facciones hindúes con unos grandes ojos verdes. Su madre era irlandesa, de ahí tal peculiaridad. De carácter independiente y nervioso, hablaba el inglés hindustánico con tanta soltura como el portugués y, aunque se esforzaba en disimularlo, era más culto que sus compañeros. Daba la impresión de hallarse incómodo en su trabajo, puede que por ocupar un puesto inferior a sus cualificaciones.
De aquel grupo variopinto yo era el único que poseía vehículo propio: un jeep Toyota Land Cruiser modelo 1966, pesado y difícil de conducir, pero adecuado para mi trabajo de geólogo por su capacidad de bordear una ladera escarpada sin volcar. Pronto lo utilizamos para hacer excursiones los fines de semana o salir juntos por la noche. Solíamos ir a un club a cielo abierto donde los anestesiantes cubalibres, el olor a aceite anti-insectos y los espasmos de una adiposa bailarina peruana que saltaba picoteada por una nube de mosquitos, parecían recrear un intenso ritual precolombino. De haber visto aparecer una docena de pollos decapitados por el escenario nadie se hubiera cuestionado su pertenencia al ritual. Sin embargo, el pollo que apareció tenía demasiada cabeza: «O rei das noites de Angola«, un conocido de Maceira que pasaba por Puerto La Cruz y nos invitó a cenar por todo lo alto.
«O rei» controlaba una red de cabarets en varias ciudades lo cual, además de haberlo enriquecido, le había permitido establecer una red de contactos donde figuraban miembros de todas las facciones beligerantes en la guerra colonial de Angola. Aprovechando el pequeño mercado minero de diamantes del Brasil, estaba invirtiendo parte de su capital en gemas angolanas que compraba clandestinamente a bajo precio, introduciéndolas de contrabando en el gran país suramericano. Contaba con un par de geólogos brasileños que le ayudaban a «sembrar» los diamantes en zonas donde su aparición resultara plausible. Solía tratarse de terrenos sin valor que adquiría a precio irrisorio y vendía con enormes beneficios a quienes, tras una visita guíada, se convencían de su carácter «diamantífero». También daba de alta minas brasileñas estériles en las que hacía constar una falsa producción que le permitía blanquear gemas angoleñas y exportarlas legalmente. Como dijo el ex-premier británico Tony Blair «el tráfico de diamantes africanos es una fea cicatriz en la conciencia del mundo«. Las reglas de «Transparencia en las Industrias Extractivas«, fruto de una iniciativa personal del líder laborista, reconocida e implementadas por la Unión Europea en todos sus programas de ayuda, podrían poner algún freno a este tipo de actividades. Lo que no podrán es quitarle la sonrisa de comadreja a personajes como «O rei das noites de Angola«.
Había algo que me sorprendió en aquellos portugueses. Ya fuese «O rei das noites de Angola» o sus compatriotas de la CABGOC, todos hablaban maravillas de Angola pero ninguno quería regresar allí. Al menos con carácter permanente. Fraga, Maceira y Donovan, deslumbrados por Venezuela, intentaban quedarse en el país. Se vivía entonces una época de singular bonanza económica que ha quedado en la memoria de las gentes como «la Venezuela Saudita«. La calderilla, igual que en Suiza, eran monedas de plata de ley. El indio yanomami que limpiaba nuestro bungalow iba y venía por el campamento en un descomunal descapotable. Nuestros sueldos eran elevadísimos. Pero ni una ciudad dominada por las actividades de la Gulf Oil Company era el lugal idóneo para desertar de la compañía, ni Zé Ferreiras estaba dispuesto a permitírselo a sus empleados.
Un buen día Donovan y yo discutíamos amistosamente en el bar de «Country Club«, ante un par de jarras de cerveza «Polar». De repente, el goés adoptó tono sentencioso y dijo: «Mira, Jaime, tú piensas que en Portugal no hay racismo y estás completamente equivocado. Yo mismo, por ser hijo de padre hindú, he sido discriminado y he tenido que pagar muy caro mi color de piel«. Creíamos que los demás estaban distraídos rellenando sus quinielas para las carreras de caballos en la barra, mas no era así. Zé Ferreiras se acercó a nuestra mesa y tomando asiento, sin tan siquiera mirarme, dirigió a Donovan una advertencia que todo el bar pudo escuchar: «Mire, Donovan, no sé que clase de mentiras le está Vd. contando a este extranjero, pero yo no voy a consentirlas. Mientras yo esté aquí nadie va a difamar a Portugal, porque de sobra sabe Vd. que el racismo no existe en nuestro país. Y quiero recordarle que, aunque Vd. se encuentra en Venezuela, la Policia Internacional y de Defensa del Estado también actúa aquí, así que tome buena nota de ello, porque si yo le vuelvo a oír algo como lo que acaba de decir lo denunciaré en el acto a la PIDE«.
Las inesperadas palabras de Zé me dejaron estupefacto. Sin embargo, apenas tres años antes, esa misma PIDE con la cual amenzaba a Donovan en Venezuela, había ejecutado en España al líder de la oposición revolucionaria al Estado Novo, el General Humberto Delgado, y a su fiel compañera Arajaryr Moreira de Campos en un páramo de Olivenza. Además, la PIDE había desvíado la atención hacia el régimen de Franco, sospechoso de estar involucrado en ambos crímenes, entre otras razones porque el «general sin miedo», además de antifascista, parece haber sido uno de los impulsores del reivindicativo grupo «Amigos de Olivença», que mantiene algún peso político en el país vecino.
Tras la caída de la dictadura del general Pérez Jiménez, la ciudad de Caracas se había convertido en un santuario donde, en el seno de una considerable inmigración hispano-lusa, compartían sus efervescencias exiliados antifranquistas y militantes de la oposición portuguesa. Fué en Caracas donde, en 1961, estaban asentados el «Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación» y el «Movimiento de Liberación de Portugal y sus Colonias«. Allí se gesto el rapto del trasatlántico portugués «Santa María». No es de extrañar, por tanto, la existencia de células locales de la PIDE.
Habiendo dejado de dirigirle la palabra a Zé mis relaciones con el grupo de portugueses se enfriaron. No sé cual fué la experiencia de racismo a la que quiso referirse Donovan. Tal vez a incidentes que tuvieron lugar en Mozambique. Tal vez al discreto «apartheid» que según cuenta Ravidra Kelecar –el último goés pro-India detenido por los portugueses y uno de los pocos hindúes de su generación que pudo asistir al Liceu Nacional Afonso de Albuquerque– «era fruto del recelo entre hinduistas y lusitanos«. No tuvo tiempo de explicarlo. Fué transferido a Maracaibo poco después y abandonó Puerto la Cruz sin despedirse. Cuando salí de Venezuela me cartée durante unos meses con Fraga, que no regresó a Cabinda e intentó emigrar a Puerto Rico. De los demás nunca volví a saber nada.
(Figura 1).- Cartel de la película «Hechizo del Imperio«, filme de 1940 dirigido por António Lopes Ribeiro. Por encima de los planteamientos propagandísticos, el filme recoge lo que hay de fascinación y encuentro en un imperio. Los imperios no fueron mejores ni peores que los hombres que los forjaron. España fue la única nación europea en la que un nutrido grupo de dominicos, encabezados por Francisco de Vitoria, cuestionó tempranamente la legitimidad de una conquista en lugar de intentar justificarla por motivos tradicionales. (La ilustración procede del archivo de la Fundaçao Mario Soares, en el apartado Fotografías Portugal Político).
Creo haber sucumbido mucho antes que el profesor Hedberg al «Hechizo del Imperio«. Desde mi infancia en la República Dominicana sentí fascinación por Goa. Un misterioso matrimonio se encargó de alumbrar en mí el fuego de la India Portuguesa con la magia de un sólo encuentro. Ninguno de mis parientes o amigos de Santo Domingo recuerda a esas personas e insisten en que sólo son fruto de mi imaginación. Algunas veces llego a dudar de que hayan existido realmente. Pero, imaginarias o no, se alojaban en un pequeño apartamento del «Edificio González» donde vivíamos mi abuela y yo, en pleno barrio de Gázcue, entonces recoleto y hoy mezcla insoportable de quilombo y caravanserai. Cada día, al regreso del colegio, pasaba frente a la puerta del piso bajo donde residía el matrimonio. Aún no se conocía el aire acondicionado y era costumbre dejar las puertas entreabiertas para que corriese el aire. La apertura no dejaba ver el interior de la sombría vivienda del piso bajo pero sí una gigantesca piel de tigre dispuesta en diagonal sobre la pared del vestíbulo. Siempre que podía me detenía a contemplar aquel trofeo antes de subir al galope las escaleras que conducían a mi apartamento en el primer piso. Hasta que un día osé cruzar el umbral de aquella puerta para ver de cerca la piel del tigre. Cuando más enfrascado estaba examinándola una voz dijo a mis espaldas: «¿Te gusta, verdad?». Era el inquilino del apartamento que, sin darme tiempo a reaccionar, descolgó la piel de la pared, empujándome delicadamente hasta el salón-dormitorio donde la extendió sobre una mesa de caoba. Su esposa, una mulata «marabú» de facciones finas y pelo lacio, tal vez hindú, se unió subrepticiamente a nosotros, como traída por la brisa del ventilador y, cual si fuesen conchas adivinatorias, dejó caer un puñado de objetos amarillentos sobre la piel diciendo: «Míralos bien, son los dientes del tigre, los colmillos de un <man-eater>, un <devorador de homens>, como dicen los portugueses. Lo mató mi esposo con un rifle Martini Henry en el bosque de Molem en 1946«.
Ignoro por que razón pudo aparecer, al final de la Segunda Guerra Mundial, un dominicano cazando tigres en el Estado Portugués de la India. Y sesenta años después no deja de sorprenderme el que una mujer se haya permitido mostrar unas reliquias cinegéticas pertenecientes a su esposo, prestando voz femenina a una gesta viril y rompiendo con ello las absurdas pero estrictas convenciones machistas que aún rigen en la isla. No tuve más tiempo de tratar con aquel extraño matrimonio porque abandonaron el «Edificio González» para mudarse a una casa en construcción en la cercana calle Socorro Sánchez. Lo supe porque para ir a mi colegio debía pasar por la acera de la casa inacabada. Nunca ví a nadie dentro, pero en lo que parecía ser un salón, lleno sacos de cemento, estaba la piel de tigre colocada diagonalmente sobre una pared sin enjabelgar. Un buen día desapareció de allí. La casa jamás llegó a terminarse y en su lugar se alza hoy un «colmadón» que expende cerveza fría y atruena el vecindario con músicas pachangueras. Aunque he hecho indagaciones, los propietarios del local desconocen la historia del terreno donde están instalados y nadie parece saber nada de la piel del tigre.
Pero el Estado de la India perdura en sus fantasmas. Ya sea el cazador dominicano o el eco del breve paso de algunos españoles por aquellas tierras. Don Juan de Borbón recibió en 1935 el título de «Príncipe de Asturias» cuando servía en la Armada Británica en Bombay. Virginia Cabral Fernandes («Memórias Ultramarinas«, São João do Estoril, 1994), hija del Coronel José Ricardo Pereira Cabral –Gobernador-General de Goa durante ocho años– rememora la visita oficial de dos navíos británicos, en plena Guerra Mundial, al puerto de Mormugão. La recepción que se preparó a bordo para agasajar a los marinos tuvo lugar al atardecer para que las solteras privilegiadas de Goa pudiesen contemplar la espectacular puesta de sol desde la cubierta, en compañía de los gallardos oficiales. Entre ellos, de incógnito, se encontraba alistado Don Juan, que había terminado estudios de navegación y tiro. Unos diez años después pasaría por Pangim y Velha Goa D. Antonio Iturmendi Bañales, la persona que en Julio de 1969 habría de tomar juramento a su hijo, el Príncipe Juan Carlos, como sucesor del Jefe del Estado.
FIN DE LA PRIMERA ENTREGA
(CONTINUARÁ)
Los textos aquí incluídos son de mi autoría aunque puedan inspirarse genéricamente en narraciones anteriores de hechos reales, por lo general bien conocidos y ampliamente comentados. Cuando las citas son literales se ha incluído su origen. Los trabajos firmados por «Jaime García-Rodríguez» o «Jaime Colson-Pueyo» que aparecen como «entradas» en el apartado «Memorias de un Excéntrico» del blog «opinioneslibres.es» están protegidos por las leyes de derechos de autor en vigor y ha sido registrados en régimen de copyright. He hecho todo lo posible para localizar a los autores o propietarios de las fotos y grabados que se incluyen, citándose en todo momento su origen. Los autores que lo deseen pueden ponerse en contacto conmigo para que las retire o añada información, si ese es su deseo. Gracias a todos. Jaime García-Rodríguez y A.
3 Comments
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By Libertario, 19 noviembre 2011 @ 10:35
Me ha encantado,sobre todo por desconocer la situación y circunstancias que vd. admirado D. Jaime tan bien describe. Su mención al Padre Vitoria me hace recordar lo que fue la Escuela de Salamanca y en donde un jesuita, el Padre Juan de Mariana, llega a hablar de la «obligación» del regicidio.
By gatorabioso, 25 noviembre 2011 @ 13:09
Viejas historias, recuerdos o quizás sueños, donde un Garcia Rodriguez tiene aires de Garcia Marquez, tan paralizante como la vision de una cobra, tan envolvente como una anaconda amorosa.
By jaime, 25 noviembre 2011 @ 22:15
Gracias. Crecí en un lugar mágico donde la realidad no tiene sitio. Entre los ruidos de la noche (el zoológico estaba a 4 km) me desvelaba la voz de los tigres. La India es aún misteriosa. Tan misteriosa como cuando éramos niños en el colegio y soñábamos con ella. También a nosotros, desde la distancia, nos siguen llamando sus tigres.