«La Casa de la Palabra junto al Mar»
“Esto sólo hallé de lo que escribió de edad de 20 años. Pasó a la India Oriental, inclinado a ver más mundo que la estrecheza de la patria, donde, por necesidad, servía con algo de marcial y belicoso ingenio. Perdióse en él el mejor de aquella edad…”
(Lope de Vega –sobre Pedro Medina Medinilla- en “La Filomena”, 1612)
La Guinea Ecuatorial que fué española nos desveló una tradición, la de las llamadas “Casas de la Palabra”. Eran lugares privilegiados de diálogo tribal. Cabañas bajo cuyos techos trenzados con pencas de palma daban consejo los sabios, discutían querellas y litigios los jefes, y una generación transmitía a la siguiente su experiencia.
Las “Casas de la Palabra” no son una invención moderna. Existen desde que nuestros primos de Neanderthal se supieron poseedores del don del lenguaje y lo perfeccionaron. Es impensable que hayan cuidado de los inválidos o rendido homenajes florales a sus muertos -como descubrió la Paleontología Humana hace años- sin antes haber hablado. Transmitir a otra persona una parcela de la propia intimidad es, además de comunicarse, un primer paso para entrar en comunión. Y dondequiera que dos o más personas buscan algo en común para transcender sus diferencias surge, sin necesidad de techo ni paredes, una sólida “Casa de la Palabra”. Las “Casas de la Palabra” se reparten así, invisibles, por todas las geografías urbanas y campestres del mundo. Son nodos en la red de la solidaridad humana. No son estructuras premeditadas ni oportunistas. Sus cimientos están en tierra pero son las raíces del cielo y tienen por ello poco que ver con los fundamentos de sedes socio?políticas como las “Casas del Partido” o las “Casas del Pueblo”. Ni tan siquiera coinciden con esas “Casas de Dios” que pretenden apropiarse de lo que no tiene dueño. Las “Casas de la Palabra” se alzan en una plaza, en un batey, en una estación de tren, en un campo de refugiados, en la cárcel de Najayo, en la disidencia, en el aeropuerto de Orly o en el culto a un Dios misterioso que ama por igual a todos los hombres. Puede que cuando las “Casas de la Palabra” crezcan hasta formar grandes ciudades el Mundo esté por fin maduro para la Justicia. Entre tanto, permitidme que os cuente cómo una vez ví crecer una de ellas…
En 1947 el autor de mis días se había afincado, tras divorciarse de mi madre, en el Santo Domingo de Guzmán que perdió su santidad para llamarse “Ciudad Trujillo” ¿Cómo pudo, tras una brillante trayectoria académica, política, militar y literaria, a punto casi de ser Magistrado de Primera Instancia en Barcelona, renunciar a todo y desaparecer, sin más, en una satrapía de las Indias Occidentales? Jamás explicó el por qué de su auto?exilio. Lo más parecido a una explicación estaría en las entrelíneas de su libro “No éramos así”. Una novela donde, pese a los recortes y cambios impuestos por la feroz censura de 1942, algunos han querido ver una opera prima sobre el desencanto precoz de ciertos sectores del bando vencedor con el franquismo.
Mientras terminaba el bachillerato en Madrid pude regresar un par de veranos a Ciudad Trujillo y visitar allí a mi padre. Pero a partir de 1961 la posibilidad de seguir haciéndolo se truncó ¡Cuántas veces había bromeado en el colegio con los versos retocados del “Está la noche serena” de Espronceda!: “Hojas del libro caídas/Juguetes del gato son:/Las vacaciones perdidas,/¡Ay!, son consecuencias nacidas/De no saber la lección”. Y cuán lejos estaba entonces yo de adivinar que un suspenso en las pruebas de acceso a la Universidad puede convertirse en la mariposa que bate sus alas en China hasta desencadenar un huracán en el Caribe.
Mi padre intuyó que podiamos dejar de vernos y que la ausencia que se avecinaba, además de larga, era distinta. Aún me faltaban muchos años para alcanzar esa edad en la que se vive a sabiendas de que “cuando no pasa nada, todo puede ocurrir de repente”. Por eso, en aquel último verano caribeño de mi adolescencia, me sorprendió que insistiera en una propuesta que no era normal en él y que, a decir verdad, no me pareció particularmente atractiva: acompañarlo una tarde a presenciar el paseo del presidente esporádico y dictador perpetuo de la República Dominicana, Generalísimo Don Rafael Leónidas Trujillo Molina, por el Malecón de la capital dominicana.
Aunque un poco a regañadientes, acepté la invitación. El Malecón de Ciudad Trujillo era el paseo marítimo más largo de las Américas. Construído para hacer eterna la memoria del Generalísimo Trujillo, fué barrido por un ciclón poco tiempo después de su muerte. En la actualidad, mal cuidado y peor alumbrado, no conserva nada del pasado esplendor. Pero en el momento de mi narración era mucho más que una vía de tránsito. En él se convocaban multitudinarias adhesiones y desfiles militares. En tanto que arquitectura totalitaria el Malecón servía para divinizar a Trujillo y deshumanizar al ciudadano. El diseño, simple pero metafórico, evocaba en su linealidad una de las pretendidas virtudes de Trujillo, la “rectitud”. La amplia calzada discurría entre blancos edificios a tierra y oscuros acantilados hacia el mar, flanqueada por hileras de palmas reales, emblema del Partido Único trujillista, cuidadosamente enjabelgadas hasta un tercio de su altura. Y enderezando la recortada costa, interminables bancos corridos cuyas pilastras eran bajos y rechonchos obeliscos –un guiño a la pasión que en la familia Trujillo despertaban las tramoyas faraónicas al estilo “Aída”- iluminados cada tarde por farolas art-decó “made in Miami”. Empero, la verdadera majestuosidad del Malecón no residía en ningún proyecto humano sino en las aguas del Caribe. Un mar vivo cuyas rompientes no han dejado de erosionar, horadar y minar los acantilados que sustentan el Malecón, ni un sólo día. Un mar que, en definitiva, propone siempre horizontes distintos de los nuestros.
Diariamente, a fin de que el Generalísimo Trujillo y sus servidores pudiesen reponerse de una larga jornada de trabajo y cabalgar a placer por el Malecón, se cerraba éste al público –exactamente a las seis en punto de la tarde- a lo largo de toda la extensión comprendida entre el puerto de Ciudad Trujillo y los pabellones de la Feria Ganadera, a las afueras de la ciudad. Únicamente quedaban excluídos de dicha prohibición los diplomáticos acreditados en Santo Domingo. La circunstancia de ser mi padre Director del Boletín de la Cámara de Comercio Española y Canciller de la Embajada de España le autorizaba a utilizar una identificación diplomática en su automóvil, un diminuto Ford “Squire” de color azul, que sería nuestro salvoconducto para acceder a aquel “sancta sanctorum” ecuestre.
Llegamos al Malecón antes del toque de queda, justo cuando la policia comenzaba a apostarse en las bocacalles, y mi padre estacionó su pequeño vehículo frente al mar, sin ser molestado, en un punto de observación que había elegido previamente. Nos acomodamos en uno de los bancos menos iluminados. El sol comenzaba el rápido declive de los crepúsculos tropicales. Era la hora en la cual el frescor de la brisa dulcifica la ciudad y el aire denso y abrasador se aligera y va llenándose de aromas. Los bufidos del mar en los pilancones de los acantilados y el continuo rumor de las rompientes me hizo desear quedarme allí para siempre. Absorto en los cangrejos que iban y venían entre rocas y palmeras, la voz de mi padre me devolvió repentinamente a la realidad: “Hijo, quería decirte algo”. La vehemencia de sus palabras reclamaba mi atención. Todo indicaba que se proponía compartir un secreto que no debía seguir siéndolo. Que deseaba transmitirme unos conocimientos que podrían serme útiles más adelante. Primero le escuché con curiosidad, después con interés. Fue así como me hizo una serie de confidencias acerca de los años que precedieron a su salida de Barcelona.
“El derrumbe de los últimas fuerzas republicanas en Cataluña y la ocupación de las fronteras por las tropas fieles al General Franco produjo grandes bolsadas de prisioneros republicanos que, tras su rendición, fueron internados en cárceles o en improvisados campos de concentración. Para los directores de aquellas y los jefes de éstos era sencillo robar impunemente el dinero de los presupuestos previstos para alimentar a los reclusos que habían sido puestos bajo su responsabilidad. Si a las privaciones comunes en la España de postguerra añadimos el hacinamiento en locales inadecuados, y la falta de higiene, causa de parásitos y enfermedades, prevalentes entre los cautivos, a nadie se le ocultaba que la alimentación disponible podía representar la diferencia entre la vida y la muerte para los más débiles de ellos. Al margen de consideraciones más elevadas, bastó ésta última circunstancia para que muchos que pudieron robar se abstuvieran de hacerlo. Nunca sabremos ni cuántos eran ni cómo se llamaban, pero recordarlos es honrarlos. Otros llevan en sí la simiente del olvido. Como aquel heroico combatiente, envidiado por su constelación de medallas militares, que no pudo resistirse a la tentación de sustraer dinero de las partidas reservadas a la alimentación de los prisioneros. Ni siquiera los capellanes osaban denunciarlo públicamente. Fue mi padre, con los datos que otros le facilitaron, quién lo hizo. Pese a tratarse de un paisano y amigo. De nada le sirvió hacerlo. Unos lo tomaron por loco. Otros por estúpido. Se ganó, eso sí, una poderosa enemistad y, tal vez, un atentado en un callejón oscuro de Barcelona del cual salió ileso.”
El sol ya se había puesto. Menos de media hora había tardado en posarse sobre el mar en un exagerado atardecer de rojos y naranjas donde cada tonalidad parecía flotar en el aire, confundida con los aromas de la tarde. Al decaer las últimas claridades diurnas se iban abriendo las oquedades azules y violáceas que vaticinan las tinieblas. Y, de repente, como si alguién hubiese accionado un interruptor celeste se hizo la noche. Cientos, miles, millones de estrellas tachonando la negrura del infinito. Ni la viva luz de las farolas “made in Miami” era capaz de hacer mella en la exhuberancia de la noche tropical. Creo que mi padre se había dado cuenta de que contemplaba la bóveda celeste tan boquiabierto, como si estuviese presenciando la mismísima creación del Universo. “Mira allí arriba, en aquella esquina ¿Ves?, es la Cruz del Sur, en ésta época del año la constelación roza nuestras latitudes y nos visita brevemente”. Busqué entre la infinidad de estrellas pero, cuando creía reconocer el signo de la cruz en un perdido calvario cósmico, una advertencia nerviosa me hizo mirar para otro lado. “¡Hijo!¡Ahí están, ya llegan!”. Me bastó bajar la mirada para distinguirlos. Aún estaban muy lejos, pero se divisaba un grupo compacto de jinetes cabalgando en nuestra dirección desde el extremo occidental del Malecón. Un Volkswagen negro, con larga antena y vidrios tintados, pasó lentamente ante nosotros. Estaba, a buen seguro, informando de nuestra presencia y recordándonos que no pasábamos desapercibidos.
“Evita Perón había conseguido investirse a sí misma con una peculiar imagen de santa laica. En otro siglo tal vez hasta hubiese figurado en la hagiografía imaginaria de la “Leyenda Aúrea” e incluso -¿Quién sabe?- puede que algún Papa de Aviñón, con afán de ganarse al sinfín de “descamisados” de su tiempo, hubiese accedido a canonizarla por aclamación popular. Mas su siglo fué muy otro. A la paupérrima muchacha que, salida de un burdel provinciano, había transformado en dictador carismático a un pusilánime mujeriego y humillado a la burguesía más esnob de las Américas ya no le bastaba con patrocinar carreras de bólidos por la Carretera Panamericana. Europa también debía ser testigo de su éxito y de sus bondades. La España que intentaba sobrevivir al hambre de la postguerra y al bloqueo internacional de los Aliados era un lugar idóneo para que el peronismo ejerciese la generosidad. No solamente dirigía el Generalísimo Franco un movimiento político donde aún tenían peso algunos postulados falangistas, compartidos por el Justicialismo, sino que existía una cierta coordinación entre Franco, Perón y Trujillo. Gracias a ello la Argentina organizó un verdadero puente marítimo enviando innumerables barcos con cargamentos de trigo, maíz y carne que, por expresa voluntad de Evita, debían ser distribuídos gratuitamente entre los “descamisados” españoles. No parece haber sido así. Las cantidades de esa ayuda alimentaria que llegarían a los “descamisados” a través de los centros de Auxilio Social fueron inferiores a las vendidas clandestinamente en el mercado negro. De carne, en particular, llegó una cantidad exigua a los comedores públicos. Las ventas enriquecieron a unas pocas personas bien situadas en los circuitos de distribución. Mi padre, una vez más, volvió a denunciarlo. Esta vez pudo llegar más arriba porque en Barcelona había conocido a personas del entorno de Evita Perón. Apenas alcanzó a recibir algún consejo bienintencionado del tipo: “¡Pero hombre, José Mari!, ¿Otra vez tú?, ¡Coge tu parte como los demás y deja de complicarte la vida!”. No existen alusiones a este fraude de no ser una única mención, transcrita por el historiador y novelista Darío Fernández-Flórez. Suya fué una olvidada novela picaresca, “Lola Espejo Oscuro”, que aún mutilada por la censura triunfó dentro y fuera de España. Al Generalísimo Franco –como narra el mismo Fernández-Flórez- no le complació que la pretendida autobiografía de una prostituta dejase malparada a la España del Movimiento Nacional y ordenó no reeditarla más allá de la séptima edición. El escritor no se desanimó por ello y en cuando pudo hacerlo escribió tres secuelas, muy inferiores a la excelente novela original. En la tercera de ellas, publicada en 1978, uno de sus clientes revela a Lola Espejo Oscuro cómo ciertas personas se hicieron con grandes fortunas robando la ayuda alimentaria argentina”.
A medida que los jinetes iban llegando a nuestra altura los ibamos examinando de arriba abajo. Ellos, en cambio, hacían como si no nos vieran por mucho que el conspicuo Ford azul nos delatara. Venían al trote corto por la parte central del Malecón. Galopar sobre la calzada habría lastimado a sus espléndidas monturas. No se trataba de los pequeños pero aguerridos caballos antillanos sino de valiosísimos ejemplares de raza árabe o inglesa. Trujillo cabalgaba al frente de un compacto pelotón de unos treinta caballistas. Iba por delante, pero no lo suficientemente alejado como para no poder recular y confundirse rápidamente con ellos si menester fuere. Impresionaba verlo a lomos de su montura blanca, el rostro sin sonrisa y las gafas oscuras ocultando la dirección de la mirada, vestido con un traje de montar de impecable corte y resplandeciente albura, sombrero de hacendado en paja fina, altas botas marrones y pistola al cinto con balas vistas. Tras él iban los subalternos y compadres, trajeados de igual guisa pero con refinamiento algo menor. Mi padre comentó en voz baja: “Hijo, es un espectáculo de otra época. Es la belleza del Mal. Fíjate bien porque pasará mucho tiempo antes de que puedas contemplar algo tan decadente”. Se trataba, efectivamente, de un espectáculo irreal. Viendo la guapeza militar y la prestancia del dictador a caballo, resultaba difícil creer que se tratase del mismo sádico cobarde que mandó matar a palos a las hermanas Mirabal y ordenó servir como cena la cabeza de su hijo a un padre encarcelado. No he vuelto a contemplar ninguna otra efigie ecuestre del demonio. Mas no me apresuraría a concluír que el Príncipe de las Tinieblas ya no existe o que renuncia a seducirnos. Pienso, mas bien, que es el mejor de los modistos. Alguien capaz de diseñar y vender el disfraz adecuado para cada ocasión y época del año. Ese en cuyas lentejuelas, secretamente, nos soñamos. El que engaña a todos salvo a nosotros mismos.
“En 1944 mi padre había sido transferido desde los temas de “trigo y alimentación” que gestionaba en el Auxilio Social a la Obra Sindical del Hogar, donde debía colaborar en las obras de construcción y rehabilitación de viviendas en barriadas desfavorecidas de Barcelona. El sector de la Vivienda, además de ser un instrumento crítico para el desarrollo económico y social, es un campo muy dinámico de implementación de políticas gubernamentales donde la existencia de medios de financiación, la posibilidad de actuar sobre el suelo decretando recalificaciones, permutas, expropiaciones, valoraciones, etc. y los procedimientos de adjudicación de obras mediante contratas y subcontratas dejan muchos resquicios abiertos a la deshonestidad. En Cataluña la Iglesia Católica llevó a cabo en la década de los años 40 un meritorio esfuerzo colaborando con la Obra Sindical del Hogar para dotar de techo a los más necesitados. Pero tampoco pudieron evitar los desmanes cometidos por algunas personas situadas en puestos clave. Es, sin embargo, falso que los responsables de dicha Obra Sindical del Hogar hayan recurrido a cementos con alúmina para enriquecerse aún más, a sabiendas de que provocarían el derrumbe de edificios causando víctimas mortales. Se trata de una calumnia que tiene su origen en grupos de separatistas radicales. Fué la Francia de la década de 1950, no la España de 1944, la descubridora y beneficiaria de los cementos aluminados, cuya virtud es fraguar con mayor rapidez que los tradicionales. La “aluminosis” hace su aparición en Barcelona, cuando la iniciativa privada importa dichos cementos para comercializar, competitivamente, urbanizaciones de bajo presupuesto. Se ignoraba entonces que la alúmina, sobre todo en condiciones de humedad y temperatura mediterráneas, ataca al acero de las estructuras, destruyéndolo, y causando el desplome de los edificios. Mi padre, diez años antes de eso, denunció cuanto fraude pudo documentar en la Obra Sindical del Hogar. Las actividades delictivas iban desde adjudicaciones irregulares de viviendas a robos de diversa envergadura. Esta vez no sólo no fueron tenidas en cuenta sus denuncias. Había algo más. Dentro de un amplio esquema que buscaba neutralizar a la Falange, se tomó la decisión de apartar de los puestos oficiales decisorios a sus militantes más críticos o indóciles. Desde los círculos gubernamentales sugirieron a mi padre dos posibles destinos “voluntarios”: el Archipiélago Canario o el Sahara Español. Con el compromiso, eso sí, de no intentar volver a residir en la España peninsular. Puede que mi padre, que en el fondo era un romántico y despreciaba a los políticos profesionales, hubiese hallado la paz que necesitaba para escribir sus poemas en ese dorado exilio de volcanes o de arenas. Sin embargo un acontecimiento lo había marcado para siempre. Su mejor amigo de juventud cayó mortalmente herido en el transcurso de una descubierta frente al duro barrio de La Argañosa, en el Oviedo sitiado. Cuando pudo acercarse hasta él lo encontró agonizante pero lúcido. Murió en sus brazos. Sus últimas palabras fueron: “José Mari, lo único que siento al morir es que no voy a poder ver la España más justa que vosotros vais a construir”. Venderse a una sinecura africana hubiera sido la peor traición a ese amigo muerto. Fue entonces cuando mi progenitor llegó a la conclusión de que ni las islas atlánticas ni los desiertos africanos eran, realmente, lo suyo. Tomó el uniforme, el correaje y la pistola de reglamento y, en un gesto simbólico los arrojó al puerto de Barcelona y partió después a un exilio del que jamás regresaría”.
Los caballistas giraron mecánicamente en torno al obelisco del Parque Ramfis y retomaron el camino de Poniente, por donde fueron empequeñeciéndose hasta desaparecer. La cabalgata había terminado. Los jinetes, prisioneros de su propia irrelevancia, parecían haberse esfumado. Tendría que transcurrir casi un año para que comprendieran el verdadero sentido de aquel carrusel a ningún sitio. Sería entonces cuando el Generalísimo Trujillo habría de acudir, puntual y acicalado, a cabalgar en solitario con la muerte en ese mismo Malecón, ahora desierto.
Mi padre y yo permanecíamos sentados disfrutando de la noche. Sobre nosotros se alzaba una catedral de azabache en cuyas bóvedas iban completando nervaduras las estrellas fugaces. Por eso no me sorprendió aquella voz que parecían seguir los ritmos recurrentes del Caribe: “Hijo mío, lo que deseaba decirte es que nunca olvides que pudiendo haber sido el hijo de un millonario solamente eres el hijo de un hombre honrado”. Con estas palabras mi padre terminó de edificar su Casa de la Palabra junto al mar. Y, no sé si os lo expliqué, pero la prueba de que tales lugares existen es el hecho de que los pensamientos que inspiran nunca lleguen a perderse. Antes bien, perviven y acaban hallando eco en otras voces que los llevarán, como un evangelio, hasta los confines más remotos de la Tierra.
Jaime Colson-Pueyo
Moaña (Ría de Vigo)
5 Comments
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By Libertario, 25 agosto 2010 @ 7:36
Muy bueno D.Jaime,buenísimo.
By Zamaflequi, 26 agosto 2010 @ 21:07
Me ha gustado muchisimo. Estoy deseando leer la continuacion!!
By javier, 6 septiembre 2010 @ 13:24
No es nada facil evocar al protagonista de la Fiesta del Chivo, camuflado en el malecón donde más tarde sería ametrallado. Y tampoo es nada facil describir sin reproches ni falseamientos esos testimonios de la postguerra española.
Buen ejemplo de memoria histórica.
By magda, 8 septiembre 2010 @ 10:42
por fin entra usted en sus memorias!
By Alvaro Vergara, 21 marzo 2011 @ 21:02
Don Jaime,
Excelente artículo. Realmente el mensaje me llegó y me encanto la narración.
Debería plantearse escribir una novela histórica!
Un cordial saludo,