«14 de Febrero, San Valentín»
«Un gran amor es el alma misma de quién ama»
José Enrique Rodó (1871-1917)
Me ha venido a la mente una popular cita del «Ariel», diatriba antañona donde el pensador uruguayo José Enrique Rodó identifica a los Estados Unidos con el «Reino de Calibán», feudo del materialista personaje shakesperiano de «La Tempestad» y antítesis de la riqueza de valores espirituales y morales que son, según Rodó, la esencia de una Iberoamérica de raíces grecolatinas. Mal podía prever el ensayista que al mundo le aguardaban materialismos peores con la entrada en escena de otro reino, el de Talibán.
El «Reino de Talibán» planea sobre una Europa del bienestar que, avergonzada de su espiritualidad, es incapaz de proponer más ideales que epidérmicos ecologismos, feminismos o buenismos, mientras cobran fuerza las utopías alternativas. No importa que contemos con las advertencias de visionarios tan lúcidos como Franz Kafka, H.G.Wells, Aldous Huxley, George Orwell o, más recientemente, Haruki Murakami. Sus melancólicos bocetos retratan el desamor de paraísos anclados en el totalitarismo, el burocratismo, la corrupción, la ignorancia, la amnesia, la molicie o, directamente, la desintegración social. Para los talibanes tales situaciones son deseables porque constituyen ocasiones de dominio. Y temen al Espíritu que eleva a Ariel porque permite ver las cosas desde lo alto. Los talibanes necesitan el sometimiento. A sus dogmas, a sus mitos o, directamente, a su poder. Afortunadamente el Espíritu alienta donde y cuando quiere. Y a la leve brisa de su soplo los ciegos ven y los sordos oyen.
En el día de San Valentín del año 2011, pienso en Jeanne y en Jaume. Una mujer y un hombre de distinta extracción social irremisiblemente atraídos desde que se conocieron. Su historia es, con escasas variantes, la de otros amantes. Tal vez intranscendente de no enlazar con un momento estelar de los últimos dos millones de años. Si la teoría del monogenismo es cierta, el acceso de los homínidos a esa autopercepción que llamamos «alma» aconteció en una pareja primigenia. Desde ese mismo día el Universo dejó de ser inexorable. Para la incipiente pareja humana comenzaba la búsqueda de la felicidad. La plenitud ya no consistiría en consumir la carne suficiente para aletargarse unas horas antes de partir, una vez más, en busca de alimentos. Juntos comprenderían que el instinto no es un dios y que los tabúes, benéficos o maléficos, pueden ser transgredidos libremente. Pero ni siquiera la adquisición de un cerebro pensante ha conseguido aplacar las nostalgias de quienes rechazan cualquier progreso espiritual y buscan la regresión a la parte animal de nuestras vidas. Vista desde el «Reino de Talibán» la historia de Jeanne y Jaume puede parecer capciosa. Sin embargo, el misterio del Amor subsiste. Nadie puede prohibirlo. Escapa a cualquier definición y transciende las ideologías. Nos sigue interpelando de forma imprevisible. En cualquier tiempo y lugar. Como desde el epitafio de aquella lápida del cementerio de Ixelles, en Bruselas, que rezumando eternidades, proclama: «si hubiese sabido que te amaba tanto, te habría amado aún mucho más«.
Jeanne vivió tiempos de penuria. Nacida en el País Vasco francés de padres desconocidos, creció en un orfelinato. El casi millón de huérfanos que la Primera Guerra Mundial dejó en Francia acabó con prejuicios decimonónicos. Sin ser exactamente glamuroso, ser hospiciano ya no era el estigma que solía. El hundimiento del país galo al comienzo de la Segunda Guerra Mundial trajo, sobre todo, el hambre. Mucha hambre. Y para los niños de origen judío, en breve plazo, la deportación. La niñez de Jeanne la puso a salvo de cuantos aprovechaban la hambruna que trajo la ocupación nazi para comprar mujeres con latas de sardinas. Tenía, sin embargo, edad suficiente para comprender y compadecer a esas madres de familia que veía prostituirse por algo de comida para sí y para sus hijos.
Educada en instituciones gubernamentales con una fuerte carga anti-católica, Jeanne devino atea y librepensadora, aunque hasta el fin de sus días vivió -era uno de sus carismas- esa falta de fé con un exquisito respeto a las creencias ajenas. Empero, no faltaron en su vida momentos para la reflexión teológica. Pese a las políticas laicistas del gobierno galo, materializadas en una gran descristianización de la población, la religión católica siguió siendo mayoritaria en Francia. En los caseríos vascos -la ciudad de Lourdes no estaba demasiado lejos- las gentes se decían que «Francia es la patria de la Virgen María«. Por eso a Jeanne le escandalizaba que Alemania, país europeo y cristiano, invadiese las tierras que Juana de Arco pastoreó para Santa María ensañándose con niños que, como la «Sainte Vièrge«, además de franceses eran judíos. Y que lo hicieran soldados de Hitler llevando el bajorrelieve «Dios con Nosotros» en sus hebillas, le resultaba doblemente sacrílego y absurdo. Jeanne, sin saberlo, se acercaba a lo inconmensurable. A aquellas cosas que resisten toda razón y que, a fuer de injustas, acercan a la Fé aunque sea increpando al Dios que las tolera.
La guerra -«cual el tiempo, tal el tiento«- enseñó a Jeanne el arte de la supervivencia. Despuntó como aprendiza infantil en la confección de vistosos trajes con cuatro trapos viejos. Su ropa de modistilla mañosa casi parecía de boutique. Sin advertir lo improvisado de las faldas de retazos ni la tintura de yodo con la que, a falta de medias, embadurnaban las francesas sus tersas piernas, los soldados alemanes y los marinos de la base italiana del Atlántico volvían la cabeza, fascinados por aquellas mujeres que contrastaban con la ruda simpleza aria de los estereotipos femeninos nacionalsocialistas. Encandilados, apenas reparaban en las discretas notas de color rojo, blanco y azul que matizaban el atuendo de algunas muchachas. En cambio, a los trabajadores españoles, esclavizados por la Organización Todt para construir la «Atlantikwall«, no se les escapaba el significado de esos tres colores.
Inevitablemente, Jeanne sufrió las secuelas de una desnutrición y anemia crónicas. En circunstancias normales, siendo mujer de buena estatura, cadera ancha y rostro redondo, la rica dieta de potes y pato de la Baja Navarra habría hecho de ella una aldeana saludable y gordinflona. Pero como Audrey Hepburn y tantas adolescentes cuyo crecimiento tuvo lugar en plena guerra, vió sublimado su porte en una esbelta delgadez y en la engañosa languidez de un rostro que, de no ser por la fogosidad de sus grandes e inquisitivos ojos castaños, habría pasado por cándido. La «candidez» de Jeanne desaparecía en cuanto una conversación daba lugar a su risa, internalizada y socarrona. A pesar del hablar rotundo y de una seguridad en sí misma a la cual no estaban acostumbrados los hombres de su generación, era persona tierna y, sin faltarle el buen humor, predominaban en ella, como en los buenos vinos de su país, notas de seriedad y un pospaladar juicioso.
Sus habilidades de costurera pronto la hicieron popular entre las gentes que en Burdeos se dedicaban al sector de la Alta Costura. Poseía un instinto innato para tipificar los cuerpos femeninos y adivinar la ropa que mejor convenía a cada mujer. Una serie de dibujos y patrones la llevaron hasta Cristóbal Balenciaga. El modisto vasco-español se quedó más prendado del físico de su paisana vasca que de sus diseños, al punto que despertó los celos de la inefable «Colette», hasta entonces su musa y modelo preferida. De ese encuentro providencial arrancó una carrera meteórica que, desde las pasarelas provincianas, la llevó hasta una dirección mítica del «8e Arrondissement»: 30 Avenue Montaigne, la sede de Christian Dior en París.
En fecha tan temprana como 1945 Christian Dior ya era alguien importante. Había ayudado a restablecer el concurso de belleza que elegía a «la plus belle femme de France» -posteriormente «Miss France»- y que fué suprimido durante la guerra. Se valió del resurgimiento del concurso para lanzar el perfume «Miss Dior». Un año después, apoyado por un magnate de la industria textil, el modisto abrirá su propia casa. Apenas instalado, sorprende con la colección «New Look», un modelo de vestimenta femenina que antepone el lujo al confort. La confección de cada modelo consume enormes cantidades de tela. Semejante opulencia encaja mal con las cartillas de racionamiento que siguen en vigor. Para muchos franceses, hacer nuevamente de París el centro mundial de la moda no era prioritario. En barrios como Pigalle la ciudadanía salió a protestar a la calle. Querían carne, huevos, leche y azúcar.
Los años con Dior marcaron la juventud de Jeanne. Sobre todo porque la voluntad de proyección internacional del diseñador había convertido en embajadoras volantes a las maniquíes de la firma. La llegada de las «top models» de Christian Dior era todo un evento en aquellos países que visitaban y, finalizados los pases de modelos, los personajes más influyentes se desvivían por invitarlas a fiestas privadas donde no se escatimaban gastos a la hora de agasajarlas. Viajar le permitió a Jeanne descubrir que, además de La Rhune o Larrún, la montaña sagrada de los vascos, a caballo entre el Labourd y Navarra, son incontables los montes sacros repartidos por el mundo. Unos más verdaderos que otros -decía ella- pero todos tan válidos como el Larrún.
El primer viaje que hizo fué a Filipinas. Para Christian Dior se trataba del lugar idóneo para establecer franquicias y afianzarse en Asia. Burguesía de gustos caros, trabajadores baratos, un toque norteamericano y abundancia de aceite de ylang-ylang, una esencia básica en perfumes como «Chanel 5» y «Poison». En 1951 las Filipinas fueron el primer país autorizado para distribuír los productos Dior fuera de Francia. El modisto supo elegir bien su base comercial en el Oriente. Aunque la rebelión de los guerrilleros comunistas «Huk» estaba en pleno apogeo (1946-1954), Dior apostó por el gobierno. Antiguo estudiante de Ciencias Políticas y conocedor de los Estados Unido, el modisto sabía que la geopolítica no dejaba margen para un triunfo de la rebelión Hukbalahap.
Jeanne asistió en el interior de Luzón a la fiesta más fastuosa de toda su carrera. Música, lujo y cosmopolitismo en una hacienda de ensueño cuyo perímetro estaba protegido por alambradas electrificadas, custodiado por milicias armadas hasta los dientes y patrullado por lanchas artilladas donde un caudaloso río se adentraban en la finca. El suministro inacabable de botellas de Moët & Chandon no ocultaba la enorme diferencia de clases sociales, los problemas del latifundismo o el temor a la pérdida de privilegios.
Siguiendo la estrategia mundial de la firma, un grupo de maniquíes fué envíado en visita de buena voluntad al antiguo protectorado francés de Camboya. El país estaba regido por Norodom Sihanouk, cuya contribución personal a las listas del «Libro Guinnes de Récords» es considerable: la del político que desde 1941 ha conseguido ocupar mayor variedad de puestos de gobierno. Además de a mantenerse en el poder, el dirigente camboyano se dedicó al lujo y a las mujeres. Venerado como «dios viviente», promovía su falsa imagen piadosa organizando fiestas budistas para el mismo pueblo al que robaba. Al final de su vida, este político oportunista y corrupto, acabaría por mostrar su verdadero rostro de «Rey-Padre» uniéndose a los Khmer Rouge del infame Pol Pot.
La visita de las maniquíes de Christian Dior a Camboya coincidió con el mejor momento de Sihanouk. Una excelente coyuntura para vender los costosos modelos de «Chez Dior». Puede que también para estudiar la comercialización del benjuí de Siam, una resina extraída del Styrax tonkinensis, árbol propio de Camboya, Laos y Vietnam. Cada tronco permite sangrar entre 3 y 4 kg de benjuí durante un máximo de cinco años, al cabo de los cuales se tala. El benjuí de Siam, con suave y caramelizado olor a vainilla constituye la base de perfumes tan clásicos como, «L’heure bleu» (Guerlain, 1912) «Shalimar» (Guerlain, 1925) u «Opium» (Yves St. Laurent, 1957). El primero de ellos, por cierto, sirvió de inspiración a la novela «La Hora Azul» (1953) de Darío Fernández Flores, cronista de la posguerra española atraído por la Alta Costura.
Pero Camboya es también un país de enorme belleza natural y gentes mayormente bondadosas. Entre la visita de rigor a los templos de Angkor e idílicas excursiones fluviales, las modelos de Dior fueron alojadas en confortables chalets frente a las playas de Kompong Seila (hoy «Sihanoukville»). Allí tuvo oportunidad Jeanne de intimar con el excelente cocinero que el gobierno había puesto al servicio del grupo, un grand chef de la cocina local. Cuando lo felicitó por su buen hacer, recibió esta respuesta: «Merci, mademoiselle. Ustedes son francesas y aquí siempre se recuerda con cariño a los franceses. En cambio a los norteamericanos los odiamos. Son los enemigos de nuestra patria y han traído malos espíritus a toda la Indochina. Una vez me contrató un grupo de norteamericanos y los envenené. Nunca hubiese envenenado a ningún francés porque cocinar para Vds. es un gran honor«. Jeanne se quedó muda. Años después comentaba, llena de rabia: » Le gros con! ¡Después de todo lo que les hicimos en la época colonial, encima van y nos aman!«.
Siempre en pos de los mercados del lujo, aunque desde mediados de 1955 se vivía ya la escalada de violencia que acabaría llevando los departamentos franceses del norte de Africa a la independencia, Christian Dior no podía descuidar a la Argelia francesa. Fué así como Jeanne desembarcó con sus compañeras en Argel. La ciudad era como un anfiteatro romano sobre la falda de una montaña. Un anfiteatro cuya acústica amplificaba los galicismos y ponía sordina a lo árabe. Sus aires de gran capital francesa, con la basílica de Nuestra Señora de Africa recordando al Vieux Port de Marsella, reconfortaban al forastero, extrañado por aquella ciudad demasiado blanca y luminosa, radiante frente al mar azul de la bahía. Nada habría hecho pensar en un asentamiento colonial salvo la infrecuente combinación de barcos y trenes en el puerto y la minoría musulmana difuminada entre europeos. La música, la indumentaria, los periódicos, los aperitivos en las mesitas de las terrazas, los trolebuses, tranvías y autobuses, todo reforzaba la ilusión de estar en el hexágono. Mas, camino del sur, el paisaje iba cambiando. El chic parisino se esfumaba. Lo remplazaban las casuchas de adobe del bled y la miseria de los musulmanes carentes de ciudadanía francesa y desposeídos de casi todo.
Cuando llegó a Argel todavía no era necesario custodiar con blindados el aeropuerto para seguir estando en Francia. Pese a los estereotipos que convertían a los colonos europeos en un colectivo de racistas, intolerantes y retrógrados, Jeanne creía a pie juntillas haber puesto el pie en un mundo que definitivamente era francés. Después de todo, Argelia fué Francia antes que el Condado de Niza y la Saboya. Jeanne se desenvolvió en Argel como si estuviese en París, llevando a cabo los habituales desfiles y encuentros con profesionales del gremio. Asistió también a las carreras en el hipódromo de Argel con el fin de exhibir al aire libre las creaciones de Dior y descubrió que las maniquíes no lucían mejores galas que las elegantísimas damas locales.
En aquellas tierras de meridionales expansivos los tópicos colisionaban e impedían una relación armoniosa entre comunidades. Para buen número de pieds-noirs -naturales de Argelia descendientes de colonos europeos- el atraso de la población árabe sería consecuencia de su natural «traicionero, perezoso, ignorante o fanático«. Para la izquierda sociológica de la metropoli los pieds-noirs eran «burgueses de extrema derecha a quienes la explotación de los trabajadores les permitía llevar una indolente vida al sol, rodeados de servidumbre y de amores fáciles«. Un hecho nimio que irritaba a los metropolitanos creyéndolo el colmo de la «codicia» pied-noir, era -aparece citado en 1945 por Carlos Sentís en «Africa en Blanco y Negro» y por Jean Lartéguy en 1960 en «Los Centuriones«- la existencia de ascensores de pago con monedas en los edificios en Argel. En cambio, la imagen que los pieds-noirs tenían de sí mismos era la de «esforzados colonizadores que, pese a orígenes diversos, habían echado sobre sus hombros la ingente labor de modernizar y hacer francesa a una abandonada y polvorienta esquina del Imperio Otomano«. Y conforme a dicha imagen, aunque a sus compatriotas del hexágono les molestaba, en el trato diario podían resultar patrioteros, rudos, efusivos y directos.
Durante el fin de semana Jeanne tendría ocasión de juzgar esos tópicos por sí misma. Las «chicas de Dior» fueron invitadas a un almuerzo campestre en un naranjal de 2.000 árboles, plantados en la vega de la Mitidja, una feraz planicie 100 km al sur de Argel. Pertenecían dichos cítricos a un rico terrateniente de los llamados, con reticencia, un «gros colon» o, valga la licencia, «explotador semifeudal». Los «gros colons» no llegaban a una docena pero, además del poder económico, ejercían un indiscutible liderazgo entre la población pied-noir, a menudo reforzado por su presencia en París en condición de diputados de la Asamblea Nacional o miembros del Senado.
La comida reunió un sinfín de platillos de la gastronomía árabe local, abundantemente regados con vino del país. A la hora de los postres el terrateniente en persona fué sirviendo el champán e intercambiando algunas palabras amables con cada uno de sus invitados. Al llegar a Jeanne, observó la mirada de ésta, fija en las chumberas de un seto cercano, cuajadas de higos en sazón. El anfitrión, botella en mano, comenzó un diálogo breve pero versallesco: –Dites-moi, mademoiselle, aimez-vous les figues de Barbarie?– («Dígame, señorita, ¿Le gustan los higos chumbos?»). –Oh, oui, monsieur, je les aime beaucoup– («Ciertamente, caballero, me gustan mucho»). –Alors, mademoiselle, dans ce cas, faites-moi, s’il vous plait, le plaisir d’en accepter quelques unes– («En tal caso, señorita, concédame, si no le importa, el placer de ofrecerle algunos»). –Volontiers, cher monsieur, comme vous êtes gentil!– («Encantada, estimado caballero, ¡Qué gentileza la suya!»). El hacendado dejó la botella y batiendo palmas con energía llamó a un niño musulmán, impecablemente vestido con fez y albornoz, cuya misión era ir por las mesas de campaña asegurándose de que todos los comensales estuvieran abundantemente servidos: Allez, t’a pas entendu madame, toi? Va lui ramasser des figues. Fais vite!– («¡Venga! ¿Qué pasa?¿Es qué no has oído a la señora? Véte a cogerle unos higos, ¡Ya mismo!»). El lenguaje ya no era el de un diálogo cortesano, el tono de voz desagradablemente imperioso e incluso el acento habían dejado de ser parisinos. El niño, asustado, salió corriendo hacia el seto y metiéndose en la chumbera comenzó a arrancar frenéticamente los higos. Es una labor que debe hacerse con el rocío de la madrugada, cuando las espinas están blandas, nunca en plena solana. El niño recogía los higos chumbos, uno tras otro, depositándolos en el albornoz mientras las manos se le iban taraceando con las vítreas agujitas de la fruta, muy difíciles de extraer cuando se clavan en los dedos. Cuando el «gros colon» lo vió tomarse un descanso para quitarse algunas espinas frotándose las manos por el cuero cabelludo gritó todavía más: –Dépêche-toi, ‘ti burnous, c’est pas pour demain, tu sais!– («¡De prisa, morito, que es para hoy!»). Jeanne aceptó los higos chumbos agradeciéndolos con un seco –Merci, monsieur-. No pudo permitirse decir lo que pensaba, pero para ella, desde aquel día, Argelia dejó de ser Francia.
Empero, a la joven modelo vasca se le escapaba algo que su empresario no ignoraba. Los colonos europeos -sobre todo aquel que había agasajado a las maniquíes en su domaine de la Mitidja- eran quienes desde el siglo XIX monopolizaban en Argelia el cultivo de la «malvarrosa de olor», una variedad de pelargonio odorífero (Pelargonium graveolens) conocida en Francia como geranio «rosat». Aunque tras la independencia dejó de cultivarse, Argelia era el primer productor mundial de «rosat» cuando las modelos de Christian Dior visitaron la zona. Los extractos de esta valiosa planta tienen propiedades astringentes, cicatrizantes, dermofarmaceúticas y digestivas. En la actualidad los principales productores son Marruecos, Egipto, Madagascar, la isla de la Reunión y Rusia, pero la fragancia de la especie cambia según su emplazamiento geográfico, matizando el olor a rosa los tonos de fondo cítricos, especiados o mentolados. En el aceite de las hojas del «rosat» argelino predomina el olor a rosa lo que permitió, dados los menores costes de cultivo y procesado, sustituír ventajosamente a los extractos de esta flor. La «malvarrosa de olor» constituye la base de perfumes tan conocidos como «Brut» de Fabergé y «Égoïste» de Chanel.
Pero fué en 1960 que tuvo lugar el viaje más transcendental en la vida de Jeanne: la gira que las modelos de Christian Dior hicieron por España. El gran patrón había muerto hacía tres años, sucediéndole Yves Saint Laurent. A la casa de la Avenue Montaigne se atribuía en aquel entonces más de la mitad de las exportaciones de Francia en el sector de Alta Costura. Se conserva el documental del No-Do que recoge la llegada de las maniquíes al aeropuerto de Barajas.
El primer desfile en Madrid no comenzó con los mejores auspicios. Un aristócrata allegado a la familia del General Franco se permitió una impertinencia con Jeanne tras las bambalinas de la pasarela. Esta no dudó y le propinó una sonora bofetada que hizo perder el equilibrio al galanteador, hombre de poca talla, convirtiéndolo en hazmerreir de los allí presentes. Dos días después Jeanne recibía una orden de expulsión del país por «conducta indecorosa». Pero la Casa Dior estaba al tanto del asunto y el embajador francés en España ya había sido informado del incidente. El diplomático galo dejó bien claro que, de materializarse la expulsión, sería imposible evitar un escándalo que recogerían las primeras páginas de los periódicos franceses, afectando, en alguna medida, el floreciente turismo que desde el país vecino llegaba a España. La orden de expulsión se atribuyó, rápidamente, a «un malentendido» y Jeanne jamás volvió a saber del mentado aristócrata ni sufrió represalia alguna.
En Barcelona, en un descanso entre los pases de modelos, alguién invitó al grupo de Dior a un club privado donde un conocido pianista tocaba piezas de jazz. Allí encontró Jeanne por vez primera a Jaume. Atraída por su aspecto y ademanes comenzó a mirarlo insistentemente con el rabillo del ojo, derrochando esa habilidad femenina para superar las capacidades visuales del camaleón. Era un hombre maduro pero con aire deportivo, acentuado por una chaqueta con apoyo de escopeta y coderas e informal pañuelo de seda al cuello. Estaba rodeado de amigos con los que conversaba en catalán. De vez en cuando alguien que pasaba lo saludaba y hablaban en español. Podría haber sido un cazador blanco en el Country Club de Nairobi festejando haber cobrado un nuevo trofeo. De repente, con toda la desenvoltura del mundo, se aproximó al corrillo de modelos y, pidiendo disculpas a sus acompañantes, abordó directamente a Jeanne preguntándole en francés si deseaba escuchar alguna canción en particular. Jeanne, sonrojada, no quiso parecer pieza fácil para el «cazador» y, jugando al no-pero-sí, improvisó el título de una canción de jazz imaginaria: «Qui se ressemble s’assemble«. Jaume inclinó la cabeza cortésmente y dirigiéndose hasta el piano, le susurro algo al músico quien, tras asentir con la cabeza, comenzó a aporrear el teclado tocando «Tengo una vaca lechera«. La tonadilla fué coreada de inmediato por la jovial concurrencia española. Conociendo el carácter de Jeanne, es dudoso que hubiese reído semejante gracia a ningún desconocido, pero tratándose de Jaume, sin ni siquiera adivinar lo que decía la letra de la canción, le dedicó su sonrisa más luminosa. Era el flechazo con el cual comenzaban su relación. O, en francés, «le coup de foudre«. Esa noche tuvieron su primera cita y Jeanne decidió quedarse a vivir en Barcelona.
Aunque imbuída del «esprit de corps» que el «Dictador de la Moda» supo infundir a sus maniquíes, Jeanne apenas hablaba de Christian Dior o de sus sucesores. En cambio, se entusiasmaba al hablar de Pedro Rodríguez, Asunción Bastida y Pertegaz. Tal vez porque, desde el primer momento, sin apenas conocerla, la ayudaron, generosamente, a encontrar trabajo en España y a compartir su vida con Jaume en Barcelona.
Jaume fué siempre hombre de pocas palabras. Había estudiado el bachillerato y la carrera de químico en Francia. Esa experiencia lo había alejado de cualquier devaneo nacionalista y le hacía sentir escasa simpatías por los tejemanejes políticos. Ello no le impedía intimar con gentes de cualquier tendencia. Recuerdo, en particular, las cenas con Fernando, un aparejador anarquista de cierta edad, esclavizado por los nazis de la organización Todt, y que había vivido en su niñez los lejanos eventos de la Semana Trágica de Barcelona. Al contrario que el común de la burguesía barcelonesa, liberal y escéptica, en la cual estaba enraizado por razones de familia e industria, Jaume profesaba una ferviente fé católica de la cual no hacía ningún alarde. Sus principales virtudes eran la dedicación al trabajo, la lealtad a sus amigos y, desde aquella divertida tarde en un club privado, el amor inquebrantable que día tras día profesó a Jeanne.
No me atrevo a llamarlo defecto, pero Jaume compensaba su seriedad profesional con un inveterado sentido del humor que a veces rozaba lo excesivo. En contra de lo que se piensa sobre el humor catalán como entroncado con el británico, lo cierto es que a veces está entreverado de una sal gorda, común a todo el Levante español y que los estereotipos se empeñan en reservar para los valencianos. En cierta ocasión Jaume compró en Francia una bocina de camión «poid lourde» -o vehículo de más de 3´5 toneladas- y la hizo instalar en su minúsculo Renault 4-4 sin pensar en las consecuencias. Cada bocinazo en las curvas de las estrechas y tortuosas carreteras de las Costa Brava causaba el terror de los confiados conductores de aquel tiempo. Hasta el día en que un conductor entró en pánico y se despeñó por un barranco antes de ver surgir el diminuto 4-4. Afortunadamente no hubo heridos y todo quedó en una reprimenda y en la adquisición de un nuevo vehículo para el accidentado.
La vida con Jeanne no estuvo exenta de dificultades económicas. Jaume vivía la lenta agonía de sus empresas, heridas por el desastroso intento de crear sucursales argentinas, bajo la supervisión personal de Eva Perón y, sobre todo, por la lentitud de la justicia española a la hora de sancionar impagos, letras devueltas, cheques en blanco u otras picardías. Gracias a la solidaridad de sus amigos disfrutaron de un pequeño pero encantador apartamento cerca del Turó Parc, renovaban el motor de su automóvil en una fábrica del interior de Francia cuyo director era un antiguo compañero de colegio de Jaume, y volvían cargados de alimentos procedentes de la masía transpirenaica de unos amigos y, eso era lo que más apreciaban, siempre tuvieron entradas para la temporada de ópera en el Teatro del Liceo. La buena disposición de Jeanne, elegante pero enemiga de lujos, pese a su antigua profesión, les ayudó a sobrellevar la situación con el mejor de los ánimos. Casi siempre fueron felices. Muy felices. Todo lo felices que en este mundo se llega a ser.
Jeanne, tras hacerse de rogar un poco, aceptó por fin la idea de casarse con Jaume «por la iglesia». Lo hizo, en contra de sus «descreencias», pero consciente de lo que significaba para Jaume. A la postre, fué un día íntimo pero tan grande que nunca lo olvidaría.
La placidez de la vida, sin embargo, no es linear. Jaume comenzaba a tener achaques y había sufrido algunas intervenciones quirúrgicas de envergadura. A medida que envejecía, Jeanne fué desarrollando una obsesión enfermiza: vivía angustiada por la idea de que su marido, veinticuatro años mayor que ella, habría de ser, por ley de vida, el primero en fallecer. Pensaba que amándolo como lo amaba no podría sobreponerse a un sólo día sin él. Fueron inútiles los tratamientos psicológicos o los razonamientos que los amigos le hacían para recordarle que la muerte, por no respetar, ni edades respeta. Jeanne continuaba sintiendo un miedo invencible a ver morir a Jaume y tener que vivir su ausencia. Al final, la obsesión se hizo asfixiante y Jeanne, tal y como deseaba, murió antes que Jaume. Partió así, deseándolo, a ese largo viaje que todos haremos algún día. Jaume quedó atrás, roto, dolido, echándola de menos cada día. A veces me llamaba por teléfono para decirme: «¡No puedes imaginarte lo duro que es vivir sin ella!«. Su desamparo era desgarrador y me dejaba sin habla. Pero -en eso su esposa tuvo razón- Jaume tenía Fé y fortaleza para sobreponerse y seguir adelante. Fué una separación breve, porque pronto partió a su encuentro.
Jaume fué mi padrino. Le debo el nombre y el cariño que siento por la Barcelona donde nací. Jeanne, su mujer, hizo para mí veces de madrina. Con ella aprendí a indignarme ante las injusticias y a amar a Cataluña sin nacionalismos excluyentes. Estoy seguro de que Jeanne y Jaume viven, por fin, una felicidad inacabable en algún lugar de fuentes tranquilas, eternamente a salvo de las nieblas atlánticas y de los mistrales mediterráneos. Creo que se lo merecen.
Jaime Colson-Pueyo
Aravaca, junto al encinar del Pardo
Día de San Valentín de 2011
8 Comments
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By Libertario, 14 febrero 2011 @ 8:21
D. Jaime una curiosidad: San Valentín era fumador…?
By jaime, 14 febrero 2011 @ 13:48
Respetado «Libertario», es muy poco lo que sabemos de este mártir romano. Sólo una certeza: está enterrado en la Vía Flaminia. La traducción de «Flaminia» sería «sacerdotal». Pero para mí que tiene que ver con «flamma» o «flama», la llama o el fuego que emite un cuerpo ardiente. En este último caso, es muy posible que San Valentín tenga también derecho a ser el patrón de los fumadores irredentos. Y es una gran cosa que no sea contemporáneo nuestro, pues habría sido también víctima de la vestal Pajín, sacerdotisa implacable del culto anti-tabaco.
By gatorabioso, 14 febrero 2011 @ 20:38
Francia, Camboya, Argelia, España … un recorrido entre las brumas de la memoria, con la precisión del investigador y la poesía evocadora de algo que está muy próximo. Le felicito Colson-Pueyo… y no abandone usted la sombra del encinar de El Pardo, sitio inspirador como pocos y que me recuerda mi lejana «mili». Puede que algún día hable de ella y del …. del alferez que me persiguió durante meses y gracias al cual aprendí todas las tácticas del «cuerpo a tierra»
By jaime, 14 febrero 2011 @ 21:40
También debería recordar Vd., Sr.D. Gato, que, poco antes de la independencia de Argelia, su rostro no era desconocido entre los «fellaghim» de las oficinas de la delegación oficiosa del FLN en Madrid. Yo, en cambio, fuí un defensor acérrimo de los «pieds-noirs» (de lo cual estoy hoy medianamente arrepentido). En cuanto a la persecución que sufrió Vd. en la «mili» jamás hubiese adivinado que sirvió a las órdenes del Sr.D. Carlos Bedia Collantes («Alférez Trueno») ¿Se refiere a eso, verdad? La vida, Gatorabioso, es una caja de sorpresas.
By jaime, 15 febrero 2011 @ 23:40
Ante las llamadas que recibo de fundamentalistas deseosos de invitar a «Gatorabioso» a tomar un té con menta, debo hacer alguna precisión. No se trata de un gato «fellagha» ni mucho menos. El padre de mi felino amigo -azul, con botas o rabioso a secas-, fundó y financió en su día «Mundo Hispano-Arabe», magnífica revista de cultura, ajena a los tópicos en boga de la «eterna amistad hispano-árabe». La Delegación «oficiosa» de Argelia en Madrid organizaba cócteles para dar a conocer su futura república e invitaba a ellos a un amplio espectro de personalidades. No podía faltar el fundador de MHA, que alguna vez delegó la asistencia en su hijo. Esta embajada «en la clandestinidad» fué una concesión de Franco para compensar su pasada simpatía por los pieds-noirs y sus fijaciones de general africanista. Y fué también una respuesta a las discretas represalias de De Gaulle por la presencia, más que embarazosa, en España de los militares y colonos europeos que andaban por Madrid organizando la OAS (Organisation de l’Armée Secrète), primero, y el putsch de Argel de 1961, después. Por Madrid anduvieron, sin ocultarse, Jean-Jacques Susini, el general Raoul Salan, Pierre Lagaillarde y Joseph Ortiz. En mi juventud tuve ocasión de ver, en Abril de 1961, cómo circulaba por la Moncloa, un vehículo con matrícula francesa «9A» (Argel) en cuyo interior, en plena luz del día, lucían sus kepis de Africa, un grupo de oficiales coloniales galos. Conozco también a uno de los guardaespaldas españoles del general Salan. Éste solía alojarse en un hotel, hoy desaparecido, de reminiscencias coloniales, con amplio jardín, escaleras y veranda, en plena calle de la Princesa de Madrid. A partir del fracaso del putsch de los generales, «Argelia francesa» dejó de ser una opción creíble en política internacional y el gobierno de Franco se vió obligado a cambiar de rumbo. El terrorismo de la OAS hizo inviable la convivencia entre musulmanes y pro-franceses. La creación de una policía paralela gubernamental, los asesinos y torturadores llamados «barbouzes», divide a la comunidad europea y constituye un baldón en el brillante historial del general De Galle. El 26 de Marzo de 1962, ochos días tras los acuerdos de Evian, un grupo de artillería del ejército francés dispara contra 4.000 manifestantes europeos del popular barrio de Argel Bab El-Oued. Es la famosa masacre de «la rue d’Isly». La suerte de la Argelia Francesa está echada. Al día siguiente comienza el éxodo masivo de los europeos. Buen número de ellos llegan al Levante español y son mejor acogidos por el gobierno de España que por el de Francia, estableciéndose, sobre todo, en Alicante. Desde Almería es posible ver la humareda del incendio de los depósitos de petróleo de Orán, saboteados por los colonos. Los refugiados llegan por todos los medios, incluyendo pequeños pesqueros donde embarcan sus automóviles y pertenencias. Se les autoriza a matricular sus vehículos e importar libremente sus divisas. Únicamente habrá un incidente con el gobierno de Franco: cuando los establecimientos de los pieds-noirs sólo se anuncian en francés (boulangerie, patisserie, etc.), figurando en el Larousse la ciudad española como «perteneciente a la francofonía» el uso de la lengua francesa en los anuncios será drásticamente prohibido.
By Libertario, 16 febrero 2011 @ 8:35
!Demonios D. Jaime, que historias¡ Espero de su magnanimidad intelectual que escriba sobre ello.
By Eduardo Sorribes Manzana, 24 febrero 2011 @ 12:48
Jaime,
Gracias por este bellisimo relato, ilustrado, y sentimental, que me ha hecho verter algunas làgrimas por su sensibilidad.
By Zamaflequi, 27 febrero 2011 @ 11:11
Sin palabras. Me ha encantado.
Enhorabuena y gracias!