«Noches de Moscú»
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? ??? ????? ??????.«Noches en el entorno de Moscú»
No se oye ni un susurro en el jardín,
Todo enmudece hasta el amanecer
¡Si pudieras imaginar lo que para mí significan
esas noches en las afueras de Moscú!
El río que fluye y no fluye,
Es plata pura de luz de luna.
Se escucha una canción que no se escucha,
En esas noches tranquilas.Mijail Matusovski (1955)
La conocida canción «Noches de Moscú» es una de mis preferidas. No podía faltar en el cabaret Tropicana durante la época más soviética del comunismo cubano; tampoco en el repertorio de los Coros del Ejército Rojo; ni en los supermercados norteamericanos en la sedante versión de la Orquesta y Coros de Ray Conniff. Incluso existió una interpretación inolvidable -por lo mala- a cargo del vetusto «Duo Dinámico». La retransmisión de esta canción por onda corta sirvió a los servicios exteriores de la radio soviética como código secreto para alertar a los espías infiltrados en Occidente. En la actualidad es la sintonía horaria de varias emisoras. El título español de la canción proviene de la traducción al inglés de «Podmoskovnye Vechera» como «Moscow Nights» o «Midnight in Moscow«.
Se trata de una composición del peterburgués Vasili Soloviov-Sedoi dedicada a su ciudad natal con letra del poeta Matusovsky, ambos reconocidos artistas. La titularon «Leningradskie Vechera» -«Noches de Leningrado»- pero el Ministerio Soviético de Cultura decidió transformarla en himno a la Espartaquíada Soviética de 1956 para exaltar las escenas del filme donde aparecían los atletas, en un glorificado descanso, allá por «el entorno de Moscú«, e hizo desaparecer cualquier referencia leningradesa. Un año después comenzaría la andadura de «Noches de Moscú» hacia el éxito al ganar el primer premio del concurso musical realizado durante el Sexto Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, celebrado en Moscú bajo el lema «Por la Paz y la Amistad».
Traducir «Podmoskovnye Vechera» por «Noches de Moscú» es inexacto, pero andar con precisiones de geografía política resultaría tan plúmbeo como leer «El Capital» de corrido. El «Podmoskovnye» es una división administrativa artificial que corresponde básicamente al «oblast» moscovita, región de unos 45.900 km2 y asiento de 36 ciudades y 38 «okrugs» o distritos. Algo más que unos simples alrededores o un suburbio. La ciudad de Moscú propiamente dicha, así como sus enclaves, no forman parte del «oblast» por ser territorio federal.
¿Cómo una canción tan ligada al Estado soviético pudo sobrevivirlo? Al igual que aquella «Lili Marleen» que cerraba cada noche la emisión de la radio de las Fuerzas Armadas alemanas siendo escuchada con idéntica reverencia por los soldados de Rommel y de Montgomery, se trata de una música llena de poética nostalgia. En el texto de las «Noches de Moscú» suenan acordes intimistas del alma eslava con resonancias universales. El amor a la propia tierra. Las revelaciones del silencio. Lo contradictorio como prenda de eternidad. El valor incalculable de las cosas sin precio. La incomunicación que nace de no atrevernos a transmitir a la persona amada nuestros sentimientos íntimos por miedo a que no llegue a comprenderlos… El poema de Matusovski siempre contendrá mucho más que musculosos jóvenes espartaquistas esperando el advenimiento del auténtico comunismo en una villa deportiva del «oblast» capitalino.
En el Otoño de 2009 mi esposa y yo visitamos Moscú. Lo hacíamos como veteranos de una organización no gubernamental belga cuyo objetivo era prestar ayuda a los orfelinatos de la región de Moscú. Para viajar por la Federación Rusa sin formar parte de un grupo turístico es necesaria la invitación oficial de un ciudadano ruso. Cumplido este requisito, la tramitación del visado es un proceso bien estructurado. Los imprevistos surgen después, al llegar al inmenso país bicontinental. En nuestro caso comenzaron cuando, tras formar pacientemente en cola ante los controles de inmigración de Sheremétiovo, hubimos de vérnoslas con la obcecación de un funcionario receloso de que mi esposa, nacida en México y de nacionalidad española fuese, en realidad, ciudadana turca.
Eramos huéspedes de Pavel Z., antiguo Director General del extinto «Consejo de Asuntos Religiosos». Fué éste un organismo destinado -según la 3ª edición de la «Gran Enciclopedia Soviética»- a «ayudar a las organizaciones religiosas a mantener contactos internacionales, a participar en la lucha por la paz y a fortalecer la amistad internacionalista«. O, visto desde el otro lado del Telón de Acero: «un centro para captar las voluntades de popes, pastores y sacerdotes occidentales«. Pavel, cesante desde la disolución de la Unión Soviética y el cierre del Consejo, tenía demasiados años y lazos con el antiguo régimen para conseguir un trabajo en el nuevo. Jubilado a pesar suyo recibía una pensión que, al término de una prolongada vida laboral, apenas bastaba para que su esposa y él sobreviviesen algo más de una semana. Para llegar a fin de mes debía desempeñar mil actividades con tal de mantenerse a flote en la vorágine del capitalismo ruso. Era ajedrecista profesional, marchante de arte moderno, vicepresidente de una ONG ruso-noruega, mediador en adopciones y apicultor. Y, además, un excelente guía turístico. Y lo seguirá siendo mientras viva y goce de buena salud. Eso sí, en compensación por los años trabajados, tras aguardar turno en largas listas de espera, tenía derecho a disfrutar de vacaciones familiares gratuitas en residencias estatales a medio camino entre la mugre y la ruina.
Pavel poseía la corpulencia que dá la edad, pero mantenía la fuerza física y la agilidad mental de una juventud lejana. Lo que más llamaba la atención en su rostro eslavo eran los ojos, azules e impenetrables. Reía poco y si lo hacía no iba más allá de un mohín irónico. Sus aires de cosaco me recordaban la confidencia de un metereólogo cubano que estudió en la Unión Soviética: «Al llegar a Moscú todos los rusos me parecieron osos a punto de darme un zarpazo en la yugular, pero cuando descubrí que el alma eslava y el alma latina comparten sentimentalismo y emotividad, me sentí en casa«. El lirismo del cubano podría ser aplicable a Lena, la esposa de Pavel. Mas la inexpresividad facial del plantígrado no desmerecería de la contención taciturna de nuestro amigo ruso. Tanta que muy bien podría ocultar un pasado repleto de zarpazos.
Me molestaba la impenetrabilidad de aquel hombre. Era casi imposible arrancarle una confidencia. Ser incapaz de hacerlo me desconcertaba y, a la vez, me irritaba. A pesar de conocernos desde hacía algunos años apenas obraban en mi poder algunas constataciones en torno a Pavel. Algo así como piezas sueltas de un rompecabezas. Sin duda se trataba de un hombre culto pues hablaba cuatro idiomas, discutía en profundidad la historia de su país y estuvo al frente de un organismo donde la cultura era instrumento necesario para ejecutar la «ingeniería de la Historia». Desconfíado con casi todos era, por otra parte, totalmente fiable: si se comprometía a algo lo cumplía. La vida lo había templado en la práctica del «do ut des«. Su punto fuerte era el desenvolverse con soltura y eficacia por los entresijos de Moscú: estaciones de trenes y autobuses, aeropuertos, ministerios, consulados, universidades, mercadillos, comisarías, restaurantes y teatros.
Como la mayoría de los rusos, sentía desprecio por el Gorbachov del «glasnot» y la «perestroika«. Lo acusaba de haber hecho una pequeña fortuna «vendiéndose» a los occidentales y en lo tocante a su papel en la liquidación de la Unión Soviética, hablaba del primer presidente democrático en términos semejantes a los utilizados en su día por los refugiados franceses de Argelia refiriéndose a De Gaulle. Tampoco escatimaba las críticas a los nuevos mandatarios del Kremlin. Su actitud hacia ellos coincidía, en palabras más comedidas, con la rabiosa queja que una vez oí de labios de una joven enfermera lituana, viuda de un oficial ruso, hablando de su situación personal: «los comunistas eran unos cerdos aunque, por lo menos, con la comida que se caía de sus pesebres los demás podíamos vivir; estos cerdos de ahora están igual de lustrosos pero la diferencia es que no dejan que caiga nada fuera del comedero«.
Pavel destilaba el desencanto de haber sido tan estafado por las tramoyas del Partido Comunista como lo fué Catalina la Grande con la farsa de las «Villas Potemkin» a lo largo del Volga. Tal vez por eso, en los recorridos que con él hicimos por Moscú, no perdió ocasión de quitarle las gafas de diseño a la calavera comunista y vengarse desvelándonos la vacía pero ubicua mirada de sus cuencas. La vimos en las placas que honran a prohombres del Partido -sospechosamente fallecidos en fechas coincidentes- sobre los muros de los suntuosos edificios que habitaron. Nos hipnotizaba desde aceras donde aún se rumorea que los colaboradores del «Padre Stalin» raptaban a mujeres jóvenes en pleno día. Nos contemplaba, burlona, desde el jardincillo donde, no hace tanto tiempo, se habría «suicidado» el neocomunista que debía conocer el paradero de los fondos secretos del Partido histórico. Y atisbaba desde las improvisadas esquelas, cintas y mensajes que recordaban en los árboles del parque, junto a la Casa Blanca, a los 500 muertos y más de 1.000 heridos inocentes que causó el bombardeo del Parlamento democrático ordenado por un Boris Yeltsin cuyos reflejos seguían siendo los adquiridos tras casi treinta años de militancia comunista y veinticinco de «nomenklatura«.
Habíamos dedicado una mañana a recorrer de nuevo la impresionante Galería Estatal Tretiakov. A la salida Pavel nos condujo hasta la Bolotnaya Ploshchad o «Plaza de la Marisma», estratégicamente situada en la isla de Balchug. Hay en dicha Plaza un grupo escultórico del escultor surrealista circasiano Mijail Shemiakin, titulado «Pecados de los Padres». Representa a una pareja de niños que, con los ojos vendados, juega sin advertir la presencia en torno de ellos de monstruos grotescos cuyos nombres son: Drogadicción, Prostitución, Latrocinio, Alcoholismo, Ignorancia, Pseudoconocimiento del mundo, Propaganda de la violencia, Sadismo, Desmemoria, Esclavitud laboral, Pobreza y Guerra. En lugar central, dominando la escena desde un podio, una esperpéntica «Indiferencia«. El monumento transmite bien su mensaje sombrío. Las gentes que se detienen a observarlo parecen reflexionar en silencio. Pero, a juzgar por las noticias que nos traen los medios de comunicación, a los monstruos metálicos no les preocupa demasiado.
Nos acercamos al puente Luzhkov para ver algo más optimista: los «árboles del amor». Plantados en la pasarela hay árboles de bronce cuyas hojas perennes son centenares de candados con nombres de parejas. Los colocan allí los recién casados para desearse mutuamente amor duradero. Es una hermosa tradición que está llegando a algunos lugares de España.
Regresando a casa de Pavel cruzamos el río por la pasarela que lleva a la Catedral de Cristo Salvador, exvoto en memoria de la providencial derrota del ejército de Napoleón. La visión del monumental templo, demasiado conspicuo, demasiado simbólico y demasiado venerado, irritaba a los revolucionarios de Octubre. Lo llamaron «el hongo venenoso». Dejarlo decaer con calculada incuria mientras se intentaba desprestigiar cuanto representaba no fué suficiente. En 1931 Stalin ordenó su voladura. Pretendía remplazarlo con el «Palacio de los Soviets», una megalómana torre modernista más alta que el Empire States Building, coronada por una efigie de Lenin mayor que la Estatua de la Libertad. El monumento sobrevolaría un Moscú futurista cuya estética recuerda a los dibujos de Flash Gordon. En el fondo -son palabras de un piloto ruso de combate- «los comunistas intentaban cambiar una religión por otra«. O, como diría un psicoterapeuta, «estaban celosos de Dios y querían recibir su culto«. Pero ni la naturaleza del terreno ni la falta de fondos permitieron construír la soñada catedral laica. El solar catedralicio permaneció hecho un lodazal de zanjas mal tapadas hasta que, en 1958, Nikita Jruschóv lo convirtió en la mayor piscina climatizada del mundo. En 1990 Boris Yeltsin autorizó a la Iglesia Ortodoxa Rusa la reconstrucción de la Catedral de Cristo Salvador, la cual se llevaría a cabo durante el período 1994-2000. Lejos del Presidente saber que en ese mismo lugar velarían su cadáver diecisiete años después.
Al pasar frente al memorable templo observo que hay largas colas de personas que aguardan para entrar en él. Le pregunto a Pavel quiénes son y me explica: «han traído un icono ruso muy venerado que se encuentra en los Estados Unidos y la gente viene a rezarle«. Cuando le manifiesto mi extrañeza por tanta devoción tras más de siete décadas de comunismo contesta: «muchos escondieron sus iconos en la época comunista y siguieron rezando en privado«.
En la casa nos recibe Lena, cónyuge de Pavel. Tiene su edad pero está mejor conservada y cuida su buena presencia. Es una rusa del Volga obsesionada por la salud y por cuantas pócimas prometen alargar la existencia. No debe conocer la sobria advertencia que transmite San Mateo: «Y ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?«. La cocina familiar era una verdadera botica naturista. Los macizos muebles de excelente pino báltico -el matrimonio, prevenido por su banco de una drástica devaluación del rublo, optó por gastarse los ahorros adquiriendo el mobiliario de cocina más caro del mercado- guardaban un sinfín de kefires, adobos, salazones y productos en fermentación. Como habíamos aportado varias latas de aceite puro de oliva a la farmacopea de la casa, Lena y Pavel organizaron una cena en honor nuestro. Para hacerla más agradable transladaron la mesa al salón principal del pequeño pero confortable apartamento estaliniano, donde un hermoso mirador dejaba ver el río Moscova.
Sobre un mantel de algodón con alegres estampados multicolores Lena dispuso dos fuentes con verenikis de patata, salchichas de lata crudas y un plato hondo con una sopa fría contundentemente densa. Una ensalada aceitosa debía proteger nuestros estómagos del vodka, mas el previsor matrimonio también había traído varias botellas que recordaban a los antiguos envases españoles de gaseosa pero cuyo pajizo contenido era kvas, una bebida a base de pan, de escasa graduación alcohólica.
Al otro lado del ventanal la noche relucía como caviar negro. Por ambas riberas del río los automóviles circulaban a toda velocidad. Sobre los techos y fachadas de edificios próximos brillantes anuncios de automóviles y productos de consumo. En la lejanía un moderno centro comercial de acero lanzaba sus luces al cielo como reflectores antiaéreos buscando estrellas para derribarlas. Y a través de todo ello, indiferente al trajín nocturno, surcado a veces por alguna embarcación, discurría o tal vez no discurría -como sucede en mi canción rusa preferida- el ancho río Moscova.
Cenábamos bajo un lienzo romántico -arrancado de su antiguo marco a punta de bayoneta y cuadriculado por los dobleces de un precario transporte en mochila- que retrataba a Franz Schubert tocando el piano para una arrobada joven vestida de encaje. Lo trajo el tío de Pavel de Viena tras conquistar la ciudad el Ejército Rojo. Lena no hablaba demasiado, tal vez porque no podía expresarse bien en francés o porque deseaba dejar la conversación en manos de su esposo. Aunque con mayor calidez y simpatía que éste acababa resultando igualmente hermética. Sólo se explayaba, con bastante dificultad, sobre sus mejunjes naturistas favoritos y las bellezas naturales del Volga.
La reunión tomó un extraño sesgo cuando nuestro anfitrión, desinhibido por los chupitos de vodka ucraniano con guindillas en maceración, desvió súbitamente la conversación hacia el tema religioso. Por primera vez escuché a Pavel hablar sin mesura. Se declaró «no creyente» porque, a su juicio, el «pecado original» no tenía nada que ver con el libre albedrío. Ignorando nuestros rostros de sorpresa Pavel se fué adentrando en una especie de disertación teológica acerca del Paraíso Terrenal, mientras Lena lo miraba con desasosiego.
Su «leit motiv» era el problema de la corrupción. Se negaba a aceptar que las corrupciones que entorpecían el progreso de la Rusia moderna tuviesen algo que ver con la supuesta desobediencia al ukase que prohibía comer la fruta de un árbol. Para él, la corrupción no procedía de esa infracción, era algo innato e inseparable de la naturaleza humana desde sus orígenes. Adán y Eva, aún antes de probar la fruta prohibida, llevaban ya la deshonestidad en sus entrañas. Dios tendría que haberlos expulsado del Paraíso sin esperar siquiera a que Eva parlamentara con la serpiente. O, como dictaba un profiláctico refrán soviético, «al que se enriquece en un año habría que haberlo fusilado hace diez«. En un momento dado Pavel me miró fijamente y dijo: «¿Has oído hablar de John Foster Fraser? -y, ajeno a mi respuesta, siguió hablando- Estuvo en Moscú cuando todavía éramos ingenuos y creíamos que los mencheviques podrían desplazar democráticamente a los bolcheviques. El país se hundía y teníamos el ejército del Kayser a las puertas, pero en los restaurantes y en los teatros no cabía ni un alfiler y a nadie le importaba el mañana. Fué ese espectáculo el que inspiró a Foster lo único cierto que escribió en su vida: <el ruso es corrupto por naturaleza y religioso por instinto>«. A estas alturas del monólogo Lena había retirado discretamente la botella de vodka llevándosela a la cocina. Mi esposa, intentando desdramatizar la situación, fingió retirar unos platos y fué en pos de ella.
Pavel, cuya diestra aferraba firmemente medio vaso de vodka con guindillas, lo alzó a mi salud y deglutió aguardiente y chiles sin respirar. Mientras lo hacía lo miré con curiosidad. Fantaseé sobre los secretos que aquel hombre debió conocer ¿Habría aconsejado a los apparatchiki de la KGB sobre cómo y cuando infiltrar «topos» en seminarios de Occidente? ¿Estaría al tanto de las técnicas que utilizaban los agentes cubanos para privar a los sacerdotes católicos de su autoestima encerrándolos en chekas sicalípticas con prostitutas y manjares?¿Qué premio recibiría por pasar noches en vela planificando la mejor manera de implementar las maquinaciones de Yuri Andrópov contra el Vaticano?
Tuve la simpleza de intentar describirle a Pavel Z. una parábola, pretendidamente científica, del «pecado original». La que pudo tener por escenario un Paraíso Terrenal del cual sólo quedan los cimientos en el valle del Rift africano. Allí, dos millones de años atrás, un espécimen de una manada de homínidos descubrió su pertenencia a dos mundos. Conservaba la forma corporal de sus hermanos pero unida a un rasgo inédito: la capacidad de pensar y de concebir el entorno como una realidad distinta con la cual tendrá que relacionarse. Opta por hacerlo en su provecho. Roba alimentos a la manada; mata por el placer de sentirse todopoderoso; toma a las hembras del grupo; daña a la organización social donde creció. Lo hace de forma inteligente. Fingirse animal es el mejor engaño para que ninguno de sus hermanos irracionales sospeche lo que está ocurriendo. Hasta que un buen día repara en que una hembra lo mira de forma distinta. El brillo taimado de sus ojos revela que, como él, posee el don de la inteligencia y que también ha elegido comportarse con parecida malicia. Y, reconociéndose el uno en el otro, ambos descubren su desnudez moral. Conocen perfectamente el bien, el mal y la muerte y abandonan a la inocente manada malherida. Ha desaparecido el Paraíso Terrenal de la faz de la Tierra, ha nacido el hombre y ha entrado la corrupción en escena…
Pavel rezonga algo en ruso y me dice «Hablas como un pope, no, no, perdona, ¡Cómo un cura! –ríe- Tu historia es muy bonita pero nadie puede demostrarla ¿No fué San Agustín el que dijo < inter faeces et urinam nascimur>?«. No cabe argumentar. Como ducho «experto en religiones» está convencido de conocer los entresijos del cristianismo mejor que los mismos cristianos. Pero se ha quedado en los resabios maniqueos de Agustín de Hipona sin adentrarse en ellos por los caminos de redención que abrió Saulo de Tarso. Es como si no hubiese terminado de leer «Crimen y castigo». Con ademanes que no dejan dudas sobre su intención de poner fin a nuestra peculiar conversación, Pavel vuelve a tomar la palabra reflexionando en voz alta con una pregunta dirigida a sí mismo: «¿Por qué la historia del pueblo ruso está tan llena de sufrimiento?¿Por qué?«. Quisiera poder explicarle que tal vez tenga algo que ver con la historia misteriosa de Israel o con el derrotado Mesías del Gólgota. Los elegidos de Dios suelen acabar bebiendo la misma copa amarga que El bebió. Al final no digo nada.
Cuando Lena y mi esposa aparencen en el umbral de la estancia, Pavel aprovecha para dar las buenas noches y retirarse. Su esposa hace otro tanto. Al otro lado de las cristaleras el tráfico ya no era tan intenso. El río, insondable como siempre, continuaba siendo el principal protagonista del paisaje. En cuestión de minutos nos alcanzó el resoplar de los fuertes ronquidos de Pavel en su dormitorio. Había bebido más de lo aconsejable.
Nos hemos quedado solos y mi esposa me cuenta la conversación que mantuvo con Lena en la cocina. Ha descubierto que si bien habla francés con dificultad, se expresa con soltura en inglés. Había estudiado filología inglesa en la Universidad de Moscú. Hacerlo fué una concesión especial ya que sus padres residían en Saratov, importante sede universitaria y capital de la antigua República de los Alemanes del Volga, 850 km al sureste de Moscú. Por línea paterna, el padre y el abuelo de Lena sobresalieron como dos de los mejores cardiólogos de Rusia. Por desgracia, dicha tradición constituía un claro síntoma de burguesía y elitismo intelectual que excluyó a la familia de los privilegios reservados a la clase obrera en la sociedad comunista. Pese a sus más que notorias cualificaciones, el padre de Lena no obtuvo autorización para sentar plaza de cardiólogo en Moscú. Destinado forzoso a Saratov fué, sin embargo, uno de los médicos a los que la nomenklatura moscovita recurría continuamente. El secretismo de la ciudad, vetada a los extranjeros hasta 1991, encubría las discretas visitas clínicas de los líderes soviéticos. Cuando un alto jerarca comunista precisaba un buen cardiólogo se cuidaba muy mucho de consultar con los especialistas de Moscú, que debían sus plazas más a la pureza de sangre proletaria que a una deseable pericia médica. Lena creció así en un resentimiento silencioso contra el totalitarismo del régimen que alcanzó su punto culminante cuando, habiendo merecido las mejores calificaciones de su promoción, tampoco se le autorizó a permanecer en la capital por el manido tema de la «estirpe burguesa». Al cabo, acabaría asentándose en Moscú y congraciándose con el comunismo gracias a su matrimonio con Pavel mas renunciando a su potencialmente brillante carrera de filóloga. De cualquier manera, a Lena no le ha ido tan mal como a otros. Ser la esposa de un Director General acabó por encumbrarla hasta ambientes donde, como filóloga, jamás hubiese llegado. Que valiera o no la pena es otra historia. Hay compatriotas de Lena para los cuales la cuota del sufrimiento que Pavel adjudicaba al pueblo ruso fué mayor.
Antes de viajar a Moscú una antigua refugiada, quejándose de las injusticias que había sufrido en la Unión Soviética, nos manifestaba acaloradamente en Bruselas: «No teneís ni idea de cómo es mi país. Os ciega una época dorada de nuestra cultura porque creeis que nuestros literatos, nuestros pintores, nuestros compositores o nuestros científicos representan verdaderamente a Rusia. Pero no son ellos los que están al frente ni nunca lo han estado. Nos dirigen desalmados. Los dirigentes que tenemos ya estaban designados antes de que nadie hubiera oído jamás hablar de ellos. En la nueva Rusia, los que saben demasiado fallecen oportunamente y los que hablan más de la cuenta mueren de un balazo. Parece que puedes difuminarte en la inmensidad infinita de nuestras tierras, pero todos llevamos un número en la frente y seguimos estando controlados«.
Empero, sería injusto creer que todos los males son privativos de la Rusia soviética o postsoviética. No resulta fácil saber hasta que punto los países de nuestro entorno están libres de pecado. Para empezar, es más que improbable que alguna nación haya sido gobernada por músicos, literatos o pintores. No digamos ya por científicos. La Europa comunitaria no ha permanecido inmune a los embates de políticos que han antepuesto sus «agendas secretas» al interés de la mayoría y al respeto a las minorías. Ora tolerando la práctica de la tortura y el terrorismo de Estado en nombre de un pretendido «interés nacional», ora fomentando los silencios necesarios para acallar las sospechas que aún planean sobre oscuras tramas -como las de los «asesinos locos del Brabante Valón» (1982-85) o el «11-M» madrileño (11 de Marzo de 2004)- que ni las comisiones de encuesta, ni la presión de la mayoría de los familiares de las víctimas, conseguirán desembrollar de manera medianamente creíble.
El día siguiente a las confidencias nocturnas frente al Moscova es el último de nuestra estancia. Ha amanecido una luminosa mañana de domingo y hemos planeado ir a desayunar al Arbad, la animada zona peatonal que guarda su antiguo sabor de barrio bohemio. En una de las calles laterales sirven unos barrocos tazones de «cappuccino coffee» con filigranas rusas de canela y chocolate que parecen esgrafiadas sobre la espuma de la leche, acompañados de unos deliciosos croasanes calientes. Los saborearemos en otra ocasión porque Lena no nos deja irnos sin desayunar. Nos prepara té, vasos de un fermento natural donde una como medusa sube y baja burbujeando, docenas de blinis apelmazados y las habituales salchichas de lata perfectamente crudas. Evidentemente el de Lena es un carisma de calor humano, no de habilidades culinarias. Mientras ella insiste en hablar en un precario francés, Pavel ha vuelto a encerrarse en su habitual laconismo. Es como si la noche de anoche no hubiese existido. Pero así son las pulsiones del alma eslava, los imprevisibles cambios de humor y las fuerzas contrarias que unas veces hunden a estas gentes en la total y absoluta indiferencia de lo que ellos llaman el «nichievo«, un radical «no importa», y otras los empujan a acometer acciones extremas que, angélicas o demoníacas, acaban siempre sorprendiendo a quien es testigo de ellas.
Bajamos hasta la entrada de la casa con las maletas. En la puerta, ostentosamente mal estacionado frente a una señal de prohibición, un convertible blanco, descapotado, exhibe una serie de objetos valiosos sobre la tapicería de cuero rojo. Ningún paseante osa tocar nada. Ningún policía se atreve a depositar una multa sobre el parabrisas del vehículo. La mafia rusa actúa sin miramientos y nadie quiere complicaciones. Pronto llega Dima -diminutivo de Dimitri- a recogernos. Se trata de un joven huérfano que terminó sus estudios en «Moscú 8», uno de los orfanatos-internados de la capital federal. Estudia mecánica y ha reconstruído de forma admirable un viejo Lada «Samara». Trabaja esporádicamente como «taxista pirata» y su honestidad a toda prueba nos evita los riesgos de caer en manos de algún encallecido timador de turistas. Una vez dentro del automóvil Dima arranca con un bramido del motor «tuneado» y se dirige al norte, buscando la vía de circunvalación que enlaza con la autopista Leningradskoe.
Me marcho con la impresión de que en el corazón de las gentes que vamos dejando atrás nunca han cesado de arder, sin llamas, todos los fuegos que el comunismo se propuso extinguir. Esos que incendiaron, sin consumirla, la zarza ante la cual Moisés cayó postrado. Los mismos, en definitiva, que nos iluminan, sin luz, desde la Noche Oscura de nuestras almas. Tal vez ahora tendreis la certeza, como yo la tengo, de que Mijail Matusovski fué tocado por la gracia de una intuición profunda al escribir su poema. Y comprendereis por qué, en los alrededores de Moscú, los ríos «fluyen y no fluyen» o las canciones «se escuchan y no se escuchan«. Por estas y otras razones me hubiese gustado poder transmitir todo cuanto para mí significan noches como la que acabábamos de vivir en Moscú pero, creedme, siempre me faltarán palabras para hacerlo.
Jaime Colson-Pueyo
Aravaca, junto al encinar del Pardo
A 16 de Marzo de 2011
4 Comments
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By Alfonso del Amo-Benaite, 16 marzo 2011 @ 18:14
D. Jaime , admita que para un Ruso heredero del soviet tiene que ser complejo eso de :Nacida en Mexico y nacionalidades española y turca.
By jaime, 17 marzo 2011 @ 0:19
Gracias Don Alfonso. Es Vd. un artista en esto de coordinar y seguir los blogs. Efectivamente, admito la complejidad del tema de las nacionalidades de mi esposa. Lo grave del asunto es que es hija de padre y madre zamoranos de Fermoselle, que la cosa otomana se la sacó el andoba post-soviético de la manga. En otra ocasión contaré como llevar una chatka en la cabeza, de esas tan monas, con sus orejeras y todo, pero con une emblema del Sahara Español me costó (saliendo del desaparecido Hotel Rossia) ser acusado por la «Militsia» moscovita de ser un terrorista checheno. La broma me costó US $400 que pagué a medias con el Burgomaestre de Hal, un pueblo flamenco, acusado de algo parecido.
By Dámaso, 20 marzo 2011 @ 19:10
Interesante vivencia y excelente relato que parece salido de un buen etólogo. Genial la parábola del pecado original, no me extraña que al taimado Pavel no le gustara. Enhorabuena.
By Zamaflequi, 27 marzo 2011 @ 12:02
Me ha encantado Don Jaime!
Si es verdad que, a pesar de la distancia y las notables diferencias entre la cultura rusa y española, existe una simpatía mutua, quizá porque, como indica, «el alma eslava y el alma latina comparten sentimentalismo y emotividad».
Lo de las cadenas sobre los puentes, no sólo lo hemos tomado en España. También ciudades húngaras como «Pécs» están llenas de candados de «amor eterno»..
Sobre los comentarios anteriores, espero fervientemente otro capítulo sobre el incidente checheno! Por cierto, cuando estuve en Moscú el año pasado..para poder salir de Domodovo..había que pasar por los tan criticados «escáneres corporales»..que todo el mundo aceptaba sin rechistar..