«Psicofonías en París»

paris_au_mois8

Aquel Agosto de 1977, cuando aún no me había cansado de ser joven y ni Felipe González ni Camilo José Cela habían perdido todavía la fé, el uno en buscar el «abrazo de Vergara» que Franco no supo dar a una nación dividida y el otro en lograr que la Carta Magna española estuviese al menos redactada en buen castellano, me tocó viajar a París, en compañía de Luis V., un amigo comunista. Ambos servimos juntos a la patria en aquel privilegiado servicio militar y escuela de oficiales de complemento que fueron las «Milicias Universitarias». Al cabo de los años descubrí que, con la Sierra segoviana por testigo, tentó al destino indoctrinando a la pequeña unidad de reclutas de remplazo que el Ejército destacaba en nuestro campamento para labores auxiliares. Por bastante menos he visto a algún estudiante de ingeniería terminar en un batallón de castigo en el Sahara.

Corrían tiempos de euforia por la recién estrenada libertad. Una euforia que ahora se me antoja ingenua, propia de un pueblo poco habituado a lances democráticos por mucho que los políticos no cesen de contarnos el cuento de nuestra «madurez política». Luis y yo vibrábamos con simplezas tales como el paso por la rue des Ecoles, en pleno meollo universitario de «La Sorbonne Nouvelle«, de un Seat 600 con matrícula de Bilbao cuyos tripulantes desplegaban, felices, una «ikurriña» mayor que su vehículo. Mientras los viandantes franceses nos ignoraban, nosotros dábamos vivas en mitad de la calle a Euzkadi, al Partido Nacionalista Vasco, a la Amnistía General y a las «libertades formales». No recuerdo si incluíamos a las Cortes de Cádiz en los vítores pero, si así no fué, pido desde aquí disculpas por ello.

Después del alboroto, acabamos en la barra de un pequeño y concurrido «bistro» del Barrio Latino. Discutíamos sobre Antonio Gramsci y criticábamos a Adolfo Suárez. Un hombre de mediana edad se nos aproximó cautelosamente y nos invitó a una copa de vino. Dijo ser Gianni Segre, escritor sardo afincado en Francia y autor de un libro -«La Confirmation«- que ha conocido varias ediciones en la colección Livre de Poche. Creo recordar que nos enzarzamos en una conversación, más bien trivial, en torno a su paisano Gramsci. Hablaba bien español y algo de gallego y nos comentó que poseía unos ferrados de terreno en Galicia, donde soñaba con edificar una casa para retirarse. Luego, de sopetón, nos advirtió: «Tened cuidado con lo que estais diciendo. Toda esta zona está llena de policías secretos y de soplones. Si quereis seguir hablando así bajad la voz o id a otro lugar más seguro porque, aunque no os deis cuenta, os están escuchando y, aunque creais que estais en el Pais de los Derechos del Hombre, donde todo se puede decir, en realidad no es así«. Tras este mensaje el escritor -o quienquiera que fuese- desapareció con la misma discreccion con que había llegado.

Luis y yo permanecimos silenciosos en la barra del «bistro». A pesar de los viandantes, aparentemente desentendidos, alguien se había ocupado de escucharnos y, tal vez, incluso de seguirnos. Me envolvía -juraría que a Luis también- una vaga sensación de temor y paranoia. Solamente dos tontos de capirote podían imaginar que el franquismo tuviese la exclusiva de la Brigada Político-Social, la Segunda-Bis, el Servicio de Información Militar, los Servicios de Presidencia del Gobierno o los grupos policiales de estudiantes-confidentes infiltrados en la Universidad. Basta ver la historia reciente de Gibraltar para sospechar que los británicos mantienen no una sino muchas tramas para defender sus opacos intereses en el Peñón. Siento tanto respeto por la grandeza histórica de Charles de Gaulle como repulsa por el terrorismo de Estado que el general puso precipitadamente en marcha -los temibles «barbouzes» o terroristas-antiterroristas– para combatir con otro mal los males endémicos de la colonización francesa en Argelia. Del establecimiento de la Quinta República a la «Opération Satanique«, el sabotaje que hundió al buque insignia de los ecologistas antinucleares, segando de paso la vida del fotógrafo portugués Fernando Pereira, no hay una gran distancia conceptual. Vivimos en un mundo de cómodos eufemismos -«alcantarillas del Estado«, «víctimas colaterales«, «intervención humanitaria«- que nos permiten nombrar lo innombrable y aceptar lo inaceptable. En donde el inocente mandarín de las parábolas de Chateaubriand, Eça de Queiroz y Alejandro Casona sigue «desapareciendo» cada día. Un mundo, en suma, donde a nadie le importaría la suerte que pueden correr dos jóvenes «extremistas» por hablar de más en un «bistro».

En 1998 hice otro viaje a París, esta vez en solitario. Asistía a una reunión que la Agencia Internacional de la Energía había convocado en los locales de la Embajada de Australia ante la República Francesa, casi a la sombra de la Torre Eiffel. No recuerdo muy bien lo que en aquella reunión se debatía, pero lo verdaderamente inolvidable era la vista del «XVIème arrondissement» desde la sala de conferencias. Al otro lado de las enormes cristaleras, con el Sena aconcavándose entre los puentes de Bir-Hakeim y Jena, mi mirada serpenteaba, fascinada, desde los altos del Trocadero, colina de Chaillot abajo, hasta alcanzar las gabarras-vivienda atracadas junto a la Avenue de New York y, una vez allí, volvía a subir por los jardines -mientras otro aburrido conferenciante tomaba la palabra-, de regreso a la pequeña meseta donde se asienta el palacio que alberga los museos de la Marina y del Hombre.

Aunque por los aledaños de la torre Eiffel sobran las ofertas de alojamiento, siempre he preferido hospedarme en el hotel-hormiguero de una gran cadena gala, de precio ajustado, aires de espartano postmodernismo y pequeñas habitaciones impersonales. Como contrapartida, el metro que discurre al aire libre por el Boulevard de Grenelle está apenas un paso y en esa calle los croasanes son más grandes y mantecosos que en el resto de Paris.

Todavía bajo los efectos del éxtasis visual en la Embajada de Australia me detuve a cenar en uno de los locales incluídos en la lista que los australianos habían preparado para beneficio de los conferenciantes. Nada más acabar regresé al hotel caminando sin prisa por el bulevar y, ya en la habitación, tomé una ducha caliente y me metí en la cama. Empuñé el mando a distancia del televisor con intención de amodorrarme y pulsé un canal al azar. Uno cualquiera. El canal no tenía imagen pero, para mi sorpresa, había un intruso emitiendo en esa frecuencia.

Se trataba de un hombre que se expresaba con fluidez en un castellano de gran corrección gramatical pero con fuerte acento francés, intercalando aquí y allá largas parrafadas en eusquera. Parecía arengar a un grupo que yo no podía escuchar. Lo hacía de forma entrecortada, sin respetar el protocolo habitual en las comunicaciones por radio. No cesaba de lanzar vivas a la independencia del País vasco animando a los inaudibles interlocutores a seguir luchando, sin desfallecer, por «la libertad» hasta que los «fascistas españoles» fuesen completamente derrotados. Las parrafadas en vascuence podrían haber sido consignas. La voz me llegaba nítidamente, como si procediese de un lugar muy cercano. No había ruido de fondo y era posible distinguir cada uno de sus matices e inflexiones. Sin dar crédito a lo que estaba sucediéndome, encendí la luz y me senté en la cama. Cuando terminó la transmisión había perdido el sueño.

Si algo me turbó de aquella extraña experiencia fué la calculada premeditación con la que la voz del extranjero exhortaba a los demás a la violencia. El mal existe y a veces nos visita. Cuando lo hace, resulta más pavoroso que las pretendidas psicofonías del madrileño palacio de Linares, bajo cuyos recargados techos aseguran los parasicólogos que penan por su infausto amor don José de Murga y doña Raimunda Osorio.

No viene a cuento analizar aquí el sangriento terrorismo vasco ni la degradación social que ha causado, allende y aquende las fronteras vascongadas, gracias a nuestros miedos. Otros lo han hecho ya. En la España mestiza del siglo XXI nadie puede, en nombre de una Historia manipulada, alardear de «pureza racial» o «hechos diferenciales» sin parodiar la folclórica vaciedad de un discurso hitleriano.

Como muchísimos españoles no me libro de llevar sangre vasca en las venas. Mi bisabuelo euskaldún escapó de su caserío en el valle navarro de la Burunda, huyendo de las levas del Cura Santa Cruz en la tercera guerra carlista. Tuvo la buena fortuna de llegar a Bilbao y poder escapar hacia Cuba Española. Murió en 1940 en Camagüey y en su lecho de muerte -hubieron de confesarlo en vascuence porque nunca pudo hablar bien el castellano- repetía sin cesar: «¿Seguir matándose en España?«. Si yo hubiese estado allí le habría dicho que sí. Y que cuando no lo hacemos nos persiguen, no las psicofonías, sino las voces y las actas de quienes, pactando con el demonio, consiguen que las brasas de los odios irracionales no acaben de extinguirse.

Me agradan las letras de casi todas las canciones de Charles Aznavour. Las hay comerciales e insulsas, pero no faltan esas otras, escritas desde el fondo de su vida, donde vibran con intensidad las emociones. Como cabía esperar, el París donde nació es un título recurrente entre sus canciones: «Gosse de Paris«, «J’ai vu Paris«, «Noël à Paris«, «Paris au mois d’août«, «J’aime Paris au mois de Mai«. Y es precisamente del contenido de ésta última canción del que voy a tomar algo prestado para mi última historia. La letra no tiene nada que ver con la revolución estudiantil de 1968. Charles Aznavour se inclina -como muchos que ya no cumpliremos la sesentena- a ir por la vida de liberal-libertario y a pagar pocos impuestos para que los políticos no los malgasten. En realidad se trata de un canto a los pequeños placeres burgueses de París en el mes de las flores y también, cómo no, a esas otras cosas que nunca llegaremos a entender del todo.

Corría Mayo del 2001 y la Comisión Europea me envíaba a un encuentro con los colegas de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) en París. Mi tren salía a media tarde de Bruselas y tuve tiempo de sobra para llegar a la estación de Mediodía y tomarme un café mientras ojeaba unas revistas. Sin esperar a que los altavoces anunciasen la entrada del inverosímil tren expreso que diariamente fluctúa entre la discrección belga y la suficiencia parisina, me acerqué hasta el andén. Era uno de esos raros días sin llovizna y, bajo el acomplejado sol primaveral, hasta la desaliñada «Gare de Bruxelles-Midi», en plenas obras de renovación, perdía un poco de esos aires de tristeza habanera que hace una década eran su nota distintiva.

Aguardando en primera línea al tren que nos llevaría hasta la «Gare du Nord» de la «Ciudad-Luz», un grupo de unas quince personas, tres de ellas mujeres, hablaban animadamente en portugués del Brasil, bromeando entre sí, gritando y quitándose la palabra unos a otros. Era el tipo de comportamiento que en una ciudad del norte de Europa atrae silenciosas miradas de reprobación. El que algunos portugueses llaman, no sin anglófila displicencia, «o jeitinho extrovertido dos brasucas«. Por eso mismo me acerqué, colocándome tras ellos. Confiaba contagiarme con una pizca de la exhuberante alegría tropical de aquella muchachada. Vistos de cerca parecían menos jóvenes de lo que en un principio creí, pero aún así los tomé por estudiantes. El hecho de que estuvieran demasiado bronceados y -como la misma «Gare du Midi»- un pelín mugrosos, también me pareció propio de estudiantes. «Seguramente viajan haciendo auto-stop y de ahí su aspecto» pensé. La capacidad de la mente humana para urdir coartadas y pretextos que la tranquilicen es infinita.

Cuando más entretenido estaba observando a los brasileños uno de ellos, el más viejo, dijo a entre risotadas a una muchacha que lo toqueteaba: «ao chegarem a Paris vamos repartir os despojos«. Fué exactamente en ese momento cuando decidí presentarme al grupo, interviniendo con un cordial: «Vocês são brasileiros, não é?«. Para mi sorpresa se hizo el silencio y el grupo entero, como una sola célula, se volvió hacia mí. Se diría que los hubiesen fumigado con un botafumeiro de gas mostaza. En sus miradas creí leer estupefacción y recelo. El «viejo» parecía ser el jefe del grupo y tras un escrutinio tan breve como profesional -me estudió de arriba abajo- debió decidir que el entrometido de traje y maletín que estaba a sus espaldas no representaba riesgo alguno. Hizo un gesto desganado con el índice y el grupo entero se desplazó hacia el lugar que les indicaba: la zona de parada de otro vagón, alejado del que yo debía tomar. Una vez allí permanecieron en silencio hasta que llegó el tren y los perdí de vista.

Sentí desazón. Si bien los brasileños se habían comportado de forma extraña y hasta grosera yo, por mi parte, me metí donde nadie me llamaba. Por la ventanilla del expreso, a medida que nos aproximábamos a la frontera francesa, iban desfilando grandes matorrales de buddleias o «árboles de las mariposas» que comenzaban a despertar de su letargo invernal. Me fastidiaba verlas a centenares junto a la vía del tren, asilvestradas y gratuitas, justo cuando los estafadores del vivero de Waterloo acababan de venderme una docena a un precio absolutamente desconsiderado. La frágil luz belga se quebraba y Francia nos recibiría de noche. Fué entonces, cuando caí en la cuenta de que, en gallego, «despoxo» significa «despojo», como en español, mientras que «despojo«, en portugués, significa «botín, rapiña». Lo que el «viejo» en realidad había querido decir es que «estaban esperando llegar a París para repartirse el botín«. La frase no justificaba llamar al revisor o hacer tiempo hasta que la policia francesa diese su recorrido de cortesía por el pasillo. El «botín» de marras podía ser cualquier cosa y opté por olvidar a los brasileños mientros me prometía a mí mismo jamás volver a permitirme familiaridades con desconocidos.

Tras cruzar el cinturón nordeste de «ciudades dormitorio» llegamos a la Estación del Norte parisina. El viaje de Bruselas a París suele ser rápido y confortable. La «Gare du Nord», construída en 1846 por voluntad de un Rothschild, ha ido experimentando sucesivas reformas para acondicionarla a los trenes más modernos de cada época, gracias a lo cual mantiene un interior contemporáneo y funcional. Nuestro ferrocarril no entró en los habituales andenes 8 o 9, reservados a las líneas de Bélgica, sino que se dirigió, a velocidad muy reducida, a una de los apeaderos centrales.

Permanecí sentado mientras los compañeros de viaje se daban prisa por desembarcar. Mi ventanilla era un observatorio privilegiado para regodearse con el ajetreo de la estación más concurrida de Europa. Empero, era una noche de poco movimiento. Apenas algunas personas que iban y venían arrastrando penosamente sus equipajes. Dos azafatas del TGV francés en cuyos rostros se veían ya las ganas de quitarse el uniforme y calzar zapatillas. Un refulgente carrito metálico a cargo de un vendedor que no perdía la ocasión de ofrecer bebidas y alimentos no se sabía muy a quién. Me llamó la atención la singular habilidad con la que el conductor de un largo convoy repleto de maletas, un hombre de raza negra grande y fornido, esquivaba con calmosas filigranas a las gentes del andén. Y en el centro del apeadero, indiferentes a la rotación del globo terráqueo, una pareja, fundida en un ceñido abrazo, se obsequiaba con el beso más inacable que jamás pude ver.

Fuí el último en abandonar el compartimiento y al bajar me topé nuevamente con el grupo de brasileños. No tuvieron tiempo de reparar en mí. El agudo pitido de un silbato predominó sobre los demás ruidos de la estación y transformó el andén. Todos cuantos allí remoloneaban se colocaron de inmediato un brazalete rojo en el brazo izquierdo y cargaron sobre los brasileños pistola en mano. La reacción de éstos fué diversa. Dos de ellos corrieron intentando alcanzar el edificio principal de la «Gare» pero se detuvieron en seco cuando la pareja del beso interminable los interceptó, encañonándolos, al grito de: «Allez, couchez, vite, vite!» (¡Venga, al suelo, rápido, rápido!). El «viejo» se arrojó a la vía e intentó huir mas no llegó lejos. El hombre de raza negra, había saltado ágilmente desde su puesto de conducción del trencito portamaletas y comenzó a perseguirlo por las traviesas. Bastó un disparo al aire seguido de un atronador : «Arrete toi ou j’te plombe!» (¡O te paras o te lleno de plomo!) para que el «viejo» se detuviera con los brazos muy en alto. Mientras tanto, los falsos pasajeros y el no menos falso vendedor de alimentos, protegidos por las pistolas que empuñaban las «azafatas» del TGV, iban esposando a los demás componente del grupo, que permanecían petrificados cual estatuas de sal. No había ni rastro de las tres mujeres.

Los parapolicías desaparecieron, sustituídos en un abrir y cerrar de ojos por los siempre más convencionales y plausibles gendarmes parisinos. Unos se ocuparon de sacar a los prisioneros, esposados con las manos a la espalda, por una puerta lateral y otros dirigieron la salida ordenada del público bloqueado en el edificio principal hacia los andenes. Una tercera facción formó retén en puntos estratégicos mientras se restablecía la normalidad. Fué a uno de éstos últimos gendarmes a quién me dirigí: «Perdone, monsieur, pero se les han escapado las tres mujeres del grupo, vengo con ellos desde Bruselas y he visto que sólo han arrestado a los hombres«. El gendarme me respondió con frialdad: «No teníamos órdenes de arrestar mujeres, sólo buscábamos hombres y los hemos capturado a todos«, luego saludó militarmente y con un «Merci beaucoup monsieur, bon soir!» zanjó el diálogo definitivamente.

En días sucesivos, aunque compré los principales periódicos franceses, no encontré ni la más mínima alusión al sucedido de la «Gare du Nord». Se repetían, eso sí, las sesudas reseñas a un interesante libro sobre «los conceptos espacio-temporales y las estructuras de pensamiento en la lengua aymara«. El grupo de brasileños, pese a la espectacularidad del operativo policial, era irrelevante. Puede que sólo se tratara de insignificantes atracadores de insignificantes bancos que tenían el feo hábito de ir a París a repartír sus insignificantes botines. No descarto que todo haya sido un delirio de mi imaginación. El que los medios de comunicación no se hagan eco de algo es prueba fehaciente de que ese algo nunca existió.

Tengo el convencimiento de que en París se producen psicofonías. Son voces muertas que no llegan a extinguirse porque  siguen hallando éteres externos que las recogen y amplifican. Acaso porque los crepusculares gobiernos que nos rigen prefieren la «paranormalidad» a la «normalidad. En la Ciudad-Luz cualquiera puede imaginar que lo acechan las sombras, que Satán le habla desde el televisor de la alcoba o convencerse de haber visto fantasmas en una estación de tren o en los jardines del Trianón. En otros lugares la paranormalidad es menos refinada y fantasiosa. Pero las voces que vacían el corazón conocen nuestros nombres y saben donde vivimos. Y no acabamos de encontrar al desafiante Albert Camus que se atreva a navegar  por nuestro Sena,  inmune al canto esclavizador de las sirenas.


Jaime Colson-Pueyo

Aravaca, junto al encinar del Pardo
A 16 de Marzo de 2011