Vigésima tercera historia. La familia de los Quijano

La familia de los Quijano fue fundamental en estos mis primeros pasos en la doctrina cristiana. Cuando los describí al comienzo de mis recuerdos de infancia, ya adelanté la fe contagiosa que vivían, en particular la señorita Angelita y la inocencia alegre de su hermano Alvarín. El personaje de Alvarín aparece por primera vez, pero está siempre presente cuando hablo de la familia de los Quijano. Alvarín jugaba conmigo como si de un niño se tratara, llegaba muy cerca de mí, porque sus explicaciones eran más simples, más inocentes, más infantiles. Tenía más edad que la señorita Angelita, pero le tenía menos veneración. Me enseñaba muchos acertijos, juegos de niños, era un compañero más al que siempre quise y jamás olvidaré. Con el  resto de la familia tuve menos trato porque, aunque los conocí, se acercaron menos a mí. La madre, doña Fermina la recuerdo muy mayor y vestida siempre de negro con pañuelo a la cabeza del mismo color, puesto a modo de moza asturiana, y revolviendo los faricos [1]en la cocina. Doña Fermina escuchaba el coloquio que sosteníamos la señorita, Alvarín y yo, observando por el rabillo del ojo mis ademanes, preguntas y razonamientos. Yo creo que le hacían mucha gracia mis ocurrencias y presencia, dejando que fueran sus hijos los que respondieran a las preguntas infantiles que yo les planteaba.

La señorita Angelita me enseñaba los pasajes del Antiguo y Nuevo testamento a modo de cuento, pero eran los comentarios de Alvarín los que luego me iban aclarando las  dudas que se me habían planteado. Alvarín jamás interrumpía las charlas de su hermana, sino que una vez que habíamos terminado, yo quedaba jugando con él y le preguntaba por los interrogantes que se me quedaban sin resolver. Mis ratos de charla con los dos hermanos eran cada vez más frecuentes. Yo sentía cada día más la necesidad de estar con ellos y, en cuanto podía, me escapaba de casa para hablar con mis amigos del primero, tanto que, en los momentos que sentía algún contratiempo, bajaba corriendo a la casa de doña Fermina para desahogar las penas.

Lo que pretendo con este relato es poner de manifiesto mi relación de intimidad, confianza y continuo trato con la señorita Angelita y con la familia de doña Fermina.

No sólo eran las charlas formativas lo que influyó en mi de esta familia, sino su ejemplo de vida auténticamente evangélica.

Me impresionó su reacción cristiana ante la muerte: era una tristeza alegre y llena de esperanza. Fue la primera vez que yo fui consciente de la muerte, cuando murió Raimundo, uno de los hijos de doña Fermina. Había un silencio trapense en toda la casa, la señorita Angelita me cogió de la mano y me llevó hasta la habitación donde estaba el cuerpo sin vida de su hermano. Allí había mucha gente que yo no conocía, nos acercamos y rezamos juntos una oración. Yo, con los ojos fuera de sí, no perdía detalle del cuerpo pálido, sereno y yacente de su hermano Raimundo. Luego, ya fuera de la habitación, me explicó que su hermano estaba feliz en el cielo, que santa Teresita del Niño Jesús decía que la muerte era como el sueño de un niño en el regazo de la madre y que ya podía ir a jugar con mis amigos a la plaza.

La señorita Angelita fue siempre la fe hecha vida. Vino a ser mi primera catequista en la educación de la fe, en la enseñanza de la doctrina cristiana. Cuando estaba a su lado sentía la paz de su santidad, la alegría de su riqueza interior, la hermosura de su espíritu, la tranquilidad de su paciencia infinita y las horas a su lado pasaban si darme cuenta. Le rezo como a mi santa preferida. Nunca la olvidaré mientras viva y pido a Dios estar muy cerca de ella, porque significaría que iba a estar muy cerca de Él.


[1] Faricos, plato típico del concejo de Aller que se hacía con harina de maíz y leche.