Publicado en Diario Montañes 233 diciembre 2017
Lo que todos teníamos se ha confirmado. Cataluña vuelve a encontrarse en una situación similar a la de hace dos meses. La medrosa aplicación del 155 no ha servido para nada, salvo para generar más irritación, como tampoco la precipitada convocatoria de elecciones sin haber resuelto la raíz de los problemas, confiando en que el juzgado de Guardia o el Fiscal de turno se encargarían de ello. Y volvemos a empezar mostrando de forma rotunda la división de Cataluña en dos. De una parte, con el espectacular crecimiento de Ciudadanos, que ha recogido sus votos de un PSOE lastrado en la ambigüedad y del hundimiento de un PP anodino. Y de otra, el mantenimiento de los independentistas, que vuelven a quedar en manos de los antisistema de la CUP. Es decir, la vuelta a la situación anterior, pero con mayor crispación y con unas posiciones tan extremas que difícilmente parece posible un mínimo acuerdo. Para complicar aún más las cosas, muchos líderes independentistas están encarcelados o huidos, y otros imputados bajo fianzas, lo que añade un componente añadido de incertidumbre sobre los siguientes pasos que la Justicia debe tomar y una situación difícilmente explicable ante la opinión pública internacional. Es el resultado de unas leyes electorales absurdas, de gobiernos pusilánimes llenos de complejos, de una oposición mirando de reojo a la Moncloa, y ahora toca afrontar las consecuencias.
Pero por encima de todo, hay un aspecto clave. El problema catalán ni puede resolverse con medidas legales, ni el Derecho o el Código Penal sirven para combatir los sentimientos. La convicción independentista se ha incrustado firmemente tras años de permisividad suicida y de dejar crecer al cachorro de un tigre, creyendo que se mantendría como un gatito domesticado. Súbitamente, nos hemos dado cuenta de que muerde la mano que le alimento y reclama su territorio. Hoy, la mitad de la población catalana no se siente española y la mayoría del conjunto nacional contempla a los catalanes como arrogantes y molestos vecinos de los que se comienza a estar hartos. Frente a la creencia de no sentirse españoles se alza, con igual fuerza, una reacción generalizada de irritación, en Cataluña y en el resto de España.
La convivencia nacional es mucho más que cumplir las mismas leyes, sino la aceptación de la misma identidad. Y no es este el caso catalán, donde el nacionalismo ha evidenciado ser más que una ideología: es un sentimiento similar al religioso, del que no se abjura ni por las miserias humanas de algunos de sus dirigentes, ni ante la posibilidad de un caos económico. Se puede convivir con religiones, razas o lenguas distintas, pero es imposible entre quienes se sienten diferentes y oprimidos, ni hay razonamientos posibles para convencer a un pueblo de que abandone sus creencias religiosas. Esta es la realidad con la que deberemos vivir en el futuro. Serán necesarios muchos años para que cambie el sentimiento de ser diferentes. Y este es el desafío que debemos afrontar o, sencillamente, como decía Ortega, acostumbrarnos a vivir con un problema sin solución.
Ahora queda una situación similar a la del pasado octubre pero con una mayor polarización de las dos posturas en litigio y sin que podamos excusarnos en la Cataluña silenciosa. Y aunque Ciudadanos haya ganado las elecciones y triunfado en las diez ciudades más populosas, ya se sabe que todos los demás se unirán en su contra, para defender, no una política, sino una forma de ser.
Queda por ver la repercusión que causará en la política nacional futura. Mucho tendrá que esforzarse el PP para reconocer, que pese a sus aciertos macroeconómicos, con ello no se convence a los votantes. Mucho tendrá que meditar el PSOE por sus ambigüedades. Mucho tendrá que reconsiderar la izquierda ante su apoyo al nacionalismo. Mucho tendrán que pensar los
movimientos populistas en su búsqueda de lo imposible.
Y mientras tanto, la empresas huyendo de Cataluña, Puigdemont en olor de multitudes y todos un poco más pobres.