No seré yo quien introduzca un elemento frívolo sobre el valor esencial que representa la educación para el conjunto de la ciudadanía; sin embargo, ello no es óbice para reflexionar sobre la realidad de nuestro sistema educativo desde la óptica de la una inaplazable revisión de su eficacia y eficiencia
Mi razonamiento pretende abstraerse de los naturales condicionamientos propios de mi condición de titular de Decroly, un centro privado concertado. Por ello voy a concretar esta presentación en base a los datos y cifras publicados en informes oficiales por las propias administraciones públicas del Estado y de las comunidades autónomas, así como por los organismos internacionales más prestigiosos, sea PISA, la Conferencia de Rectores, o en los propios Presupuestos Generales del Estado.
Tengo que reconocer, en primer lugar, que me he sentido aturdido y vilipendiado, en la parte alícuota que me corresponda, por los últimos acontecimientos acaecidos en España y, también, en Cantabria. Me refiero a la contestación de un sector de la población ante las actuaciones del Ministerio de Educación, en materia educativa, y del Gobierno de España, por la aprobación del anteproyecto de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), en el Consejo de Ministros del 21 de setiembre que, de soslayo, agredió principios constitucionales de libertad de enseñanza que afectan a la sostenibilidad de los centros concertados; por tanto, también de Decroly.
Esa alteración social y académica ha sido consecuencia de la puesta en escena por los convocantes de su disgusto por algunos temas controvertidos relacionados con decisiones adoptadas por las administraciones públicas. Por ejemplo, posibilitar el incremento voluntario de la ratio escolar en un 20%; ampliar la jornada docente de los profesores de secundaria de los centros públicos; autorizar el crecimiento vegetativo de unidades de formación profesional en los centros concertados;… En otro orden de cosas, la algarabía es fruto de los cambios previstos en la futura LOMCE, tales como reordenar la Educación Secundaria Obligatoria (ESO); implantar un nuevo título de Formación Profesional Básica; ampliar la autonomía de los centros; evaluar los procedimientos, práctica docente y resultados de los profesionales docentes; definir los requisitos de acceso, permanencia y salida, en su caso, referidos a la profesión docente; concretar la formación inicial y continua del profesorado…
Esos agentes sociales (partidos políticos, sindicatos, organizaciones estudiantiles y de padres) contrarios a las decisiones gubernamentales han logrado convulsionar la vida de los centros a la vez que han protagonizado un ataque despiadado, tanto a las administraciones educativas y a los gobiernos central y autonómicos como (ya que el Ebro pasa por Zaragoza) a los centros concertados. Motivos ideológicos han suplantado a razones educativas y de futuro desarrollo profesional y de empleo de los estudiantes. Emanados de la legítima libertad de expresión y de manifestación en contra de la acción de gobierno de unas administraciones estatales y autonómicas legitimadas ampliamente por el lenguaje de las urnas, su puesta en escena, sin embargo, ha dañado seriamente la imagen del sistema educativo. El momento más delirante, a mi juicio, se produjo durante la pasada huelga de alumnos de secundaria en los centros educativos públicos, a la que se solidarizó la Confederación de Padres y Madres de Alumnos (CEAPA) con la decisión de aprobar y apoyar la no asistencia a clase de sus hijos el día 18 de octubre.
La politización de la enseñanza está causando unos perjuicios de difícil cuantificación. Conviene tener presente, no obstante que, para desgracia de los españoles, la educación se utiliza como arma arrojadiza para desarrollar una estrategia de acoso y derribo al Gobierno de turno, en una lucha ideológica vergonzosa. El fin nunca justifica los medios. La educación es un instrumento fundamental del Estado de Bienestar. Ahora bien, existen muchas maneras de gestionarla para lograr eficazmente ese objetivo. Sin embargo, solamente existe un modo de sostenerlo: administrando eficientemente los recursos económicos para pagarla.
Algunos expertos han polemizado sobre el gasto público y el gasto corriente en Educación. La diferencia es clara. En el primer caso, se trata de proporcionar unas dotaciones económicas sostenibles para obtener unos buenos resultados sin disparar el déficit. Sin embargo, la realidad del gasto corriente no siempre es sinónima de proporcionar un servicio público eficiente. Más bien, por el contrario, en muchas ocasiones ese gasto corriente lleva aparejado una prestación insuficiente que conduce a unos paupérrimos resultados, a pesar de las astronómicas cifras asignadas a los centros de titularidad pública que lastran la racionalidad del sistema. En suma, resultados malos, servicio educativo deficitario y, por consiguiente, insostenible.
En suma, existen dos modelos. Uno, aquel que se decanta por una gestión mayoritariamente pública; en centros de titularidad pública; vía profesionales docentes funcionarios, que atesoran una productividad y un rendimiento de eficacia discutible, además de atesorar unos costes inaceptables. Dos, aquel otro en el que dicho servicio público se proporcione por centros privados concertados, con demostrables evidencias de eficiencia.
En mi opinión, ha llegado el momento de llamar las cosas por su nombre. Los valedores de la libertad de enseñanza hemos de defendernos, con todos los medios legales a nuestro alcance, de un grupo de personas más o menos influyentes que defienden denodada e irracionalmente lo público como una manera de proteger sus condiciones laborales, sindicales, políticas o sociales, en su caso; son aquellos que lo atienden o dirigen. Ellos nunca van a reconocer una realidad en la que con más recursos de la media europea, los centros de titularidad pública obtienen peores resultados.
Hoy no es preciso demostrar lo evidente. La realidad es que existe un corporativismo exacerbado de los profesionales docentes funcionarios, que solamente se preocupan de defender sus particulares intereses. Son egoístas e insolidarios; solamente les inquieta su propio estatus; sus condiciones laborales y económicas; sus expectativas de futuro, al margen de los frecuentes decepcionantes resultados y de los esfuerzos y eficiencia de quienes trabajamos en los centros concertados. Así son las cosas; sin tapujos; sin paños calientes.
Finalizo con una llamada a las administraciones públicas; a la consejería de Educación, Cultura y Deporte de Cantabria, en primera instancia. Existe un cúmulo muy significativo de evidencias que invitan a reformar una estructura educativa mediatizada por poderes fácticos tales como algunos sectores representativos de los profesores, alumnos, padres y partidos políticos de la oposición. La Constitución Española de 1978 ampara unos principios sagrados, consolidados a lo largo del tiempo. Me refiero a la libertad de enseñanza. Asimismo, conviene remarcar eal carácter complementario de la enseñanza pública y la privada concertada y, por si fuera poco, en esta época de crisis, la constatada realidad de un coste por alumno en los centros de titularidad pública que sobrepasa todos los límites de lo razonable y políticamente correcto. Datos recientemente publicados y no desmentidos afirman que la media de ahorro por alumno y curso en un centro concertado asciende a la cantidad de 5.638€.
En este escenario, señor consejero de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Cantabria, ¿Seguirá creando puestos escolares en centros públicos o, por el contrario, apostará por hacerlo en centros concertados privados? ¿Es admisible que la administración educativa gaste, a sabiendas, por alumno y curso, el doble en un colegio o instituto de titularidad pública que el mismo servicio educativo, garantizado en similares condiciones de eficacia, en un centro concertado?
Austeridad y sentido común; eficacia y eficiencia, señor Consejero, son algunas de las demandas de la inmensa mayoría de los ciudadanos de Cantabria. Ahora, es su turno. Le corresponde mover ficha al Gobierno de Cantabria y a su Consejería, con coraje y determinación políticos, en beneficio de los intereses generales.